Artículo de Raúl Conde,
Quienes consideran que Castilla sigue siendo grande a través de España.
Quienes aún hoy sostienen estúpidos prejuicios sobre esta tierra de cien veredas. Quienes blanden falsos agravios regionalistas desde la periferia de la Península. Quienes todavía a estas alturas continúan manteniendo el mantra de la centralidad.
Todos ellos deberían leer con detenimiento la prosa de Avelino Hernández.
Y no sólo para solaz del paladar literario, sino porque ayuda a entender el ocaso de Castilla.
Y no sólo para solaz del paladar literario, sino porque ayuda a entender el ocaso de Castilla.
Felicidades a todos los Castellanos.
Viva Castilla y León!
De la Castilla literaria conocemos, sobre todo, el verso machadiano, la
retranca barojiana, la herrumbre unamuniana y los andurriales celianos
de posguerra. La Generación del 98 prefiguró una imagen entre prístina y
dramática de un territorio sumido en la belleza de la soledad. Si
Galdós retrató la sordidez mesetaria, los cronistas del desastre
engendraron un arquetipo -con una plasticidad excelsa- que aún hoy
arrastra la Castilla de militares y campanarios, de estorninos y
gorriones, de barrancos y ribazos.
Regresar a los clásicos siempre constituye un ejercicio balsámico. Pero,
entre éstos, cabe situar en toda su dimensión a Avelino Hernández
(Valdegeña,Soria, 1944-Mallorca, 2003). Curtido en una narrativa fresca y
prolija, su figura resurge ahora gracias a la reedición que la
editorial leonesa Rimpego ha publicado de Donde la vieja Castilla se
acaba: Soria. El libro, editado por primera vez en 1982, permanecía
agotado. Su recuperación permite volver los pasos sobre una joya
convertida en un tratado de una región que va camino de extinguirse.
La virtud principal del relato de Hernández reside en la viveza y la
sencillez con la que explica qué es Castilla a través de la geografía
física y humana de Soria. El autor recorrió esta provincia de punta a
punta a comienzos de los ochenta. El esfuerzo cuajó en un volumen ahíto
de pueblos, villorrios, lugareños, parajes y almuerzos. Todo sin
estridencias, con la dosis de lirismo precisa para no caer en la
hagiografía rural. Incluso el lenguaje es franco: directo, ameno,
salpicado con un léxico que no se alcanza en los corredores urbanos.
Hernández surcó los barbechos que un día amaron Bécquer, Machado y
Gerardo Diego. Escudriñó la Soria de Ucero y la garganta del río Lobos.
La Soria de topónimos pétreos y poéticos: Medinaceli, Berlanga, El Burgo
de Osma, Almazán, Gómara, Ágreda y la tierra de Pinares.
Una Soria que ya no existe, o que existe de otra manera, moldeada a
través de un piélago humano curtido entre leyendas del Moncayo,
meriendas con pan y chorizo y pucheros en la trébede. Hasta la
arquitectura tradicional, tan bien conservada en algunos enclaves
(Calatañazor, Vinuesa), es hoy pasto de la piedra impostada frente a las
tainas ringadas del pasado. "Estaba ya preparada la lumbre y en el
rescoldo se freían codornices, se cocían cangrejos y se asaban chuletas
de ternasco y chorizo de aderezar. Olía el campo a támaras quemadas de
zarzamora y enebro. Hacía calor; pero los chopos de la alameda, unidos
de siete en siete, cobijaban nuestro encuentro alrededor de la fuente
fría".
Donde la vieja Castilla se acaba no es una guía turística, ni un libro
de viajes al uso, ni una crónica sentimental del paisanaje. Es un
soberbio ejercicio de prosa macerado a través de los resabios cultuales y
culturales de la extinta Celtiberia. El autor tilda de "sobrio y
agarrado" al soriano y recomienda hablar con todos los aldeanos que uno
encuentre en el camino. "No entres por las casonas y bardales. Echa a
andar por las eras y aléjate un trecho a mirar el paisaje y a escuchar
la soledad y el silencio. Mira la tierra, el cielo y el horizonte en que
se funden: el valle cárdeno largo, estrecho, del Arbujuelo; los esteros
blancos, casi siempre sin sal, de las Salinas; el reverbero de plata
del cauce lento del Jalón recién hecho; Azcamellas, Lodares,
Beltejar..."
Pero el retrato que delinea el autor de Silvestrito no se limita a los
cantares de gesta del páramo soriano, sino que señala con agudeza la
realidad de su sangría demográfica y económica. Cerca de la Tierra del
Burgo, recuerda que a quien entonces quisiera levantar la voz por alguna
causa -fuera o no noble- apenas podrían responder unos 80.000 sorianos,
de los que 30.000 se concentraban en la capital, 25.000 se repartían en
diez municipios y 10.000 en otros seis pueblos. El resto correspondían a
166 municipios después de que desaparecieran otros 165 en el último
siglo.
"Tocamos a un kilómetro cuadrado para nueve habitantes sobre una media
nacional de 75, y es casi todo barbecho y monte lo que nos cabe en
suerte", pergeñó. "En Rebollosa estaban abiertas las puertas arrancadas
de todas las casas, abandonadas; se habían hundido un muro y el techo de
la iglesia. (...) A la izquierda del camino, Modamio, Madruédano y
Nograles han dejado de ser municipios y no tardando mucho dejarán de ser
a secas. En Pereda, que tampoco casi es, les robaron ya los santos de
la iglesia. Y en Mozarejos queda "medio vecino": una viuda y el hijo que
cuida las ovejas".
La realidad ha cambiado poco o nada porque Soria sigue siendo una de las
reservas espirituales del erial castellano, pero también de la
despoblación. De ahí que, cerca de la ribera del Duero, el narrador
numantino dejara escrito que a Castilla le sobraron clérigos y
derivados, y le faltan mesones buenos y lugares "donde bien comer y
holgar". Su receta para el futuro, ya en el 82, consistía en el turismo y
el aprovechamiento de las viandas y el vino: "Ignoro el papel que los
nuevos hacedores de Castilla atribuyen a todo lo tocante al regocijo del
cuerpo. Pero mal irían las cosas si no les asignan un puesto
destacado", consignó con lucidez.
Avelino Hernández estudió Filosofía y Letras y Derecho, pero no concluyó
ninguna de las dos carreras. Tampoco sus estudios de árabe. Fue
encarcelado por la Brigada Político Social y procesado en 1970 por el
Tribunal de Orden Público, el órgano judicial represor del franquismo.
Nunca orilló su compromiso social, pero con el transcurso de los años
fue decantándose por su veta literaria. Escribió casi medio centenar de
obras, entre libros de viajes, relatos y poesía. Y, sobre todo, se
erigió en el guardián de la memoria rural.
Julio Llamazares, que firma el prólogo en la edición de Rimpego,
considera que Donde la vieja Castilla se acaba es un libro tan enraizado
en la realidad como fantasioso. Un clásico de la literatura castellana y
española. "Uno de esos libros que nunca mueren porque son vida en
estado puro", según el autor de La lluvia amarilla, una obra en gran
medida inspirada en los cuentos de Hernández y uno de los pocos títulos
del momento que abordan la desertización del campo, la angustia que
suscita la pérdida progresiva de la cultura de tierra adentro.
Quienes consideran que Castilla sigue siendo grande a través de España.
Quienes aún hoy sostienen estúpidos prejuicios sobre esta tierra de cien
veredas. Quienes blanden falsos agravios regionalistas desde la
periferia de la Península. Quienes todavía a estas alturas continúan
manteniendo el mantra de la centralidad.
Todos ellos deberían leer con detenimiento la prosa de Avelino
Hernández. Y no sólo para solaz del paladar literario, sino porque ayuda
a entender el ocaso de Castilla.
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