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jueves, 26 de noviembre de 2020

Han decidido vender su casa en el pueblo, porque no se puede tener una vida digna donde no llega el Estado.

 Mis padres han decidido vender nuestra casa en el pueblo. 
Lo hacen porque no se puede tener una vida digna donde no llega el Estado.
Hay un estado cuando hay un alcalde, maestro, 
un médico, cura, secretario,  un boticario y practicante... 
Cuando no hay esto, no hay sociedad organizada 
que cubra las necesidades básicas, no hay estado.
En Redecilla ya no queda más que el Alcalde, 
al paso que vamos, por poco tiempo. 
Por eso es vital defender con uñas y dientes el consultorio médico, enfermero, maestro... 
Si no, habrá que dejar de pagar impuestos; 
no se puede pagar la misma tarifa de impuestos 
para no recibir la misma calidad y cantidad de servicios...


Hoy mis padres han decidido vender la casa. Nuestra casa. La casa del pequeño pueblo donde en mi DNI figura que nací, aunque lo hice en una clínica de Barcelona, pero mis padres —neorural él, retomando lo rural, ella— se encargaron que se registrara algún nacimiento en el pueblo, porque el mío fue el único en —mínimo— 20 años.

Provengo de un pueblo de Lleida que en Galicia, tierra de mi madre, se llamaría aldea. Veintiséis habitantes censados. Sin escuela, panadería o siquiera un bar de pueblo para tomar un café o una cerveza —solo un restaurante chic que llena la plaza de coches de alta gama, que eso sí da dinero—. Fui a una escuela de una zona rural escolar, de 40 niños en total, donde conocías el nombre, apellido y cumpleaños de todo el mundo. Entonces mis padres lucharon para que llegase el transporte escolar —no hubo suerte, tuvieron que llevarme cada mañana al pueblo de al lado en coche—.

Hace unos 15 años diagnosticaron de Parkinson a mi padre y la enfermedad avanzó lentamente hasta hoy, que avanza de verdad. Le ofrecieron rehabilitación para mejorar la calidad de vida, con logopedas, fisioterapeutas, educadoras... pero tenía que ir al hospital de Lleida. Lo aguantaron unos meses, le fue bien. Pero un enfermo de Parkinson no conduce. Hay dos autobuses al día, y mi madre trabaja por la noche. Dejó de ir. Hace un año que ella, sociosanitaria, tuvo un accidente laboral y se jodió la espalda. Impugnamos el alta médica negligente de una mutua sometida a presiones por la situación de la covid-19. No tuvimos suerte. Sigue trabajando a la espera de una invalidez o empalmar alguna baja hasta la jubilación. Mi padre es artista, pintor. Se cansa, carece de una rutina, no tiene dónde ir, depende de mi madre, ya no pinta. Están hartos.

Si la repoblación de lo rural pasa por familias con aspiraciones pequeñoburguesas de usar lo rural a su antojo, no nos sirve.
Si pasa por el mismo modelo de relación urbana trasladado a un entorno donde se nos ha desposeído de servicios básicos, entonces no hace falta.

Han decidido venderla porque no se puede tener una vida digna donde no llega el Estado. Porque el régimen de bienestar familista que tenemos —en mi casa llamado del malestar— relega los cuidados a la familia dando al Estado un papel casi asistencialista. Y hay quien no tiene familia. Quien ha elegido no vivir cerca de ella. Quien cree que la familia no tiene por qué soportar la carga hasta extenuarse. Nosotros creímos esto, nos olvidamos de la coexistencia del modelo relacional de familia nuclear y el neoliberal que juntos impiden el apoyo mutuo.

A todo esto, se habla de repoblar. Si la repoblación de lo rural pasa por familias con aspiraciones pequeñoburguesas de usar lo rural a su antojo, no nos sirve. Si pasa por el mismo modelo de relación urbana trasladado a un entorno donde se nos ha desposeído de servicios básicos, entonces no hace falta. Si gente como mis padres tiene que irse porque no hay sitio para ellos en los lugares donde sentaron un proyecto de vida, de nada sirve que haya más gente, mientras esta se organice según las lógicas familistas de siempre sin exigir un cambio.

Si no hay lugar para el apoyo mutuo, no lo hay para la vida. Y si tenemos que dejar la nuestra en manos de un Estado que hoy más que nunca se dedica a la necropolítica, no la vamos a llevar bien. Todo esto entendiendo que la globalización ha llegado a unos puntos que solo agudizan las desigualdades territoriales ya no solo Norte-Sur, sino dentro del mismo Estado en la dicotomía campo-ciudad. Lo hace a favor de la conexión entre ciudades globales. Supera al Estado-nación. Nos deja, otra vez, a merced del capital. Nos da igual Tàrrega - Barcelona, queremos Londres - Barcelona. 

Hace unos años tuvo lugar un incendio a causa de un petardo mal apagado cerca de casa. Es una zona árida y seca —el far west catalán, si habéis visto Agosto donde sale Meryl Streep llorando en Oklahoma os hacéis una idea del paisaje— y el poco bosque que había fue calcinado. Fueron desalojando núcleos poblados hasta llegar al mío. Mis padres estaban en Galicia y yo trabajando en Barcelona. Ante el temor que las llamas llegasen a casa y que no hubiera nadie para salvar nada solo se me ocurrió pedirme un día libre para poder ir a buscar a mi gato, que estaba solo y a quien alimentaba un vecino —bombero voluntario, además—. No pensé en nada de la casa, ni en los cuadros de mi padre. El paisaje parecía sacado de uno de ellos, de colores fuertes, fauvistas, de cielos rojos y campos verde chillón. Ante la pregunta “qué te llevarías de tu casa si estuviera en llamas” solo se me pasa por la cabeza que es imposible meter tanta vida en una caja. Que solo quiero a quien vive dentro y que debería llevarme cada piedra para poder empaquetar la historia que las ha construido. Que nadie debería huir porque cuidaron tan mal el terreno que solo lo puede habitar una especie. 

Hablamos de esto en el coche, espacio rural por excelencia. Mi madre canta Vivo en la carretera de Miguel Ríos irónicamente mientras me lleva a tomar algo con mis amigas a la capital de la comarca. Sonríe resignada, vuelve a cantar.

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