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jueves, 18 de marzo de 2021

Guardianes del tiempo: los últimos artesanos

En un mundo en el que tenemos todo lo inimaginable al alcance de nuestra mano –o de nuestro ratón–, ¿esperaría a que su quesero hiciese un reparto mensual si todo le llegase en envases retornables y cajas de cartón? Teresa y Kui abandonaron sus trabajos en Madrid para volver al pueblo a montar una quesería artesana. Con ella reivindican que los saberes tradicionales no son ni una moda ni un lujo solo al alcance de unos pocos: pueden ser la piedra de toque de un modelo más sostenible, cercano y respetuoso con el entorno.


Guadalupe Bécares

Los días fríos y lluviosos de diciembre no son precisamente ajetreados en Vezdemarbán. Si el tiempo anima poco a salir a la calle, el coronavirus no ayuda: hay muchas cosas que no llegan hasta aquí, pero sí lo ha hecho el miedo al contagio entre unos vecinos mayores y, por extensión, de riesgo. Según el INE, en nuestro país subsisten casi cuatro mil pueblos de con menos de 500 vecinos y este, en la provincia de Zamora, es uno de ellos. A inicios del siglo pasado, esa cifra había que multiplicarla por cuatro. Entonces, la localidad era conocida por sus textiles y, sobre todo, por sus fábricas de chocolate, que paulatinamente fueron echando el cierre o trasladándose a Toro, tercer municipio más grande de la provincia, y eso que hace años que no roza los diez mil habitantes. Hoy, unas pocas siguen abiertas, aunque sin la fuerza de entonces. En realidad, ya casi nada la tiene en una zona que sirve para ejemplificar con precisión de cirujano el drama demográfico que se esconde tras eso de la España vaciada.

Es sábado por la mañana y no hay ni medio rayo de sol, pero frente a una de sus fachadas se forma una pequeña cola. A simple vista, es más parecido a una vivienda que a uno de los establecimientos que uno espera encontrar en los pueblos de ese tamaño –una carnicería, una panadería, unos ultramarinos, un bar–. Aunque, al acercarse, el letrero indica que es una quesería, la primera impresión no engaña al que se decide finalmente a traspasar el umbral: es la casa de Teresa y Jesús (al que todos llaman Kui), dos madrileños que por estas fechas cumplen un año al frente de La dicha marbana. Eso sí, la historia arranca mucho antes.

Vezdemarbán era el pueblo de la familia de Teresa. Aunque sus bisabuelos se dedicaban precisamente al chocolate, sus padres ya fueron hijos del éxodo rural que, en zonas como esta, casi siempre tuvo como destino Madrid. Desde Carabanchel, hace tres años decidió desandar el camino de las generaciones que la precedieron y, junto a Kui, comenzó a reconstruir la casa que aún conservaban en el pueblo, deshabitada y abandonada. En 2017, se metieron en una obra que, reconocen, no habrían podido hacer sin los vecinos, que les ayudaron durante todo el proceso. Piedra a piedra, ellos mismos levantaron la que sería la vivienda. Durante esos tres años en los que estuvieron yendo y viniendo al pueblo mientras mantenían su trabajo en la capital, su proyecto de vida fue tomando forma. Ambos se dedicaban al mundo de la educación, pero siempre habían estado muy implicados en los movimientos sociales y vecinales, y querían dejar su día a día en la ciudad. A través del Taller de las Tradiciones –una plataforma que tiene por objeto la recuperación de los oficios y productos elaborados por antiguos artesanos–, participaron en diferentes cursos, y uno de ellos fue el de fabricación artesanal de queso. Algo con las nociones básicas, pero que les permitió meter el pie en un sector que desconocían por completo. Mientras lo descubrían, iban levantando su negocio, sin prisa, pero de forma constante. A finales de 2019, La dicha marbana era una realidad. Como logo, escogieron las flores que adornaban uno de los manteos tradicionales que atesoraba la bisabuela de Teresa.

Una red de apoyo

A la hora de arrancar, ambos destacan cómo, además de los vecinos, fue muy importante contar con el apoyo de otros que, como ellos, habían decidido emprender un proyecto así. En concreto, ambos subrayan el trabajo de QueRed, la red española de queserías de campo y artesanas, a través de la que hicieron diferentes cursos en profundidad sobre el oficio y que, sobre todo, les permitió simplificar al máximo la burocracia que implica poner en marcha un negocio. Además de profesionalizar la actividad y asesorar a los socios, la red también sirve como tejido asociativo y como interlocutor con las administraciones para tomar medidas que protejan el sector. «Ninguno nos dedicábamos al mundo empresarial, y no tenemos un plan, pero contar con la red nos permitió centrarnos en nuestro trabajo. No somos unas grandes industrias y no hay competitividad: a todos nos interesa que se extienda este modelo de hacer las cosas, porque hay mercado para todos», explican.

«No se trata de trasladar el día a día de una ciudad a un pueblo. Es otra manera de vivir»

Por ponerlo en perspectiva, si una de las industrias queseras que hay en los alrededores procesa una media de un millón de litros al día, Teresa y Kui emplean unos quinientos litros a la semana para hacer queso, pero también yogures, cuajadas, queso fresco o cremas artesanales. Apenas hay mecanización en un proceso en el que, salvo criar a las cabras y las ovejas, ellos controlan al completo: ellos mezclan, moldean, cortan y salan con sus manos; ellos limpian los tarros, diseñan las etiquetas, envasan y estampan la fecha de caducidad; ellos se encargan de las redes, toman los pedidos y los reparten. Su casa acoge la tienda, pero también el laboratorio y la habitación donde se curan sus lunas. De hecho, aprovecharon la arquitectura tradicional en su obra: la sala de fabricación, levantada sobre las antiguas cuadras, conserva el ventanuco original desde el que se podía ver al ganado, aunque ahora se emplea para saber si entra algún cliente mientras están en el laboratorio.

Lo que unos llaman filosofía slow, ellos lo han reenfocado en, simplemente, dejarse guiar por los ritmos que marca la propia naturaleza. De la mis- ma manera que no hay naranjas todos los meses, tampoco hay leche todos los días del año. Las grandes explotaciones tienen miles de animales para que la producción sea constante, pero eso no siempre sucede cuando se trata de unas pocas decenas de cabezas de ganado. Por ejemplo, hace unas semanas en Facebook e Instagram avisaban a sus clientes de que no podrían adquirir rulos de cabra porque estas, que acababan de parir, aún estaban produciendo el calostro de los primeros días y no podían elaborarlo. Y todos lo entendieron. «Claro que hay veces que queremos las cosas de inmediato, pero hemos notado un gran respaldo de la gente que piensa en comprar de forma diferente y que da valor a otros aspectos. No se compite con un supermercado o con una industria, porque cuando te llevas a casa este tipo de productos no buscas eso», explica Teresa.

Mucho más que cercanía

Precisamente la naturaleza y la sostenibilidad medioambiental eran una de las cosas que más le preocupaban a la hora de abrir el negocio. Hoy, cuando uno pide uno de sus packs, el único plástico que encuentra es el del precinto de la caja: todos sus productos van en papel, en cartón o en envases de vidrio retornables, y el cliente recupera veinticinco céntimos por cada uno que devuelve. Además, la leche con la que se elaboran los quesos procede de pequeñas ganaderías del mismo pueblo, con lo que evitan emisiones del transporte y se impulsa la economía local. Las especias, las hierbas y la miel que se emplean en algunas de las cremas y yogures proceden de la agricultura ecológica y están compradas en herbolarios de la comarca. Eso –sumado a una forma de producción autosuficiente en la que apenas hay intermediarios– también les permite pagar un precio justo por la materia prima sin que el cliente final pague un precio desorbitado: sin contar con el retorno, en un supermercado, un yogur de similares características y envase sigue siendo más caro que el suyo.

Al final, todo se resume en una proximidad que está presente en la propia forma de entender el negocio en sí. En el tiempo de la prisa y de la inmediatez en el que podemos tener un libro en casa en media hora, su quesería es un ejemplo de lo que se puede conseguir apostando por todo lo contrario. No tienen tienda online ni intención de abrirla por el momento porque, aseguran, implicaría subir el nivel de producción y aumentar los recursos físicos y humanos hasta un punto que se les escaparía de las manos fácilmente. De rebote, maximizaría su impacto medioambiental para conseguir que los productos –que, además, requieren refrigeración– llegasen en buen estado. «Cualquier forma de hacerlo requiere más recursos, más tiempo, plástico, residuos… No compensa», explica Teresa. Kui añade: «Nos han vendido que crecer siempre es lo bueno, que cuanto más siempre es mejor, pero nosotros creemos que eso no es así. En nuestro caso, hacerlo supondría muchísima más presión en todos los sentidos. No queremos una enorme industria: abrimos buscando vivir de ello aquí en el pueblo, y de momento, es así. No buscamos nada más».

Así, hoy por hoy, quien quiera comprar sus productos tiene dos opciones: hacer su pedido a través del teléfono o las redes sociales y esperar al reparto a Zamora capital que realizan una vez al mes; o bien acercarse a la tienda física de Vezdemarbán. «Estamos muy orgullosos por haber conseguido que gente de los pueblos cercanos venga hasta aquí. Ahora son malos tiempos para el turismo, pero cuando abrimos nuestra idea era que sirviese como incentivo para la economía local, y que quien viniese con el reclamo de los quesos aprovechase para pasar el día descubriendo la zona y paseando o comiendo en el pueblo», cuentan.

En su caso fue el queso, pero en otras zonas de España se suceden proyectos similares con otros sectores como la cosmética o el aceite –por ejemplo, la iniciativa de Apadrina un olivo en Oliete (Teruel)–. De hecho, apuntan a este tipo de negocios como una manera de reactivar el mundo rural en positivo y lejos del aura de derrotismo que a menudo lo envuelve. Aunque, estadísticamente, su caso no abunda, rehúyen la etiqueta de héroes o de pensar que el suyo es un acto de valentía. «Es un proyecto de vida a largo plazo. Hemos tardado tres años pero, si lo miras bien, no es tanto tiempo. ¿Cuántos años dedicas a esperar un ascenso o a preparar una oposición?», plantea Kui. Si en los últimos meses muchos han vuelto sus ojos al campo, sobre todo quienes pueden acogerse a las nuevas modalidades de teletrabajo, ambos huyen de esa idealización de lo rural, que está muy lejos de ser una Arcadia. «No se trata de trasladar el día a día de una ciudad a un pueblo, en primer lugar, porque es imposible. No tienes la oferta cultural o de otros tipos que hay en Madrid, pero es que la vida tampoco es la misma. Es otra manera de vivir, otra filosofía», apunta Teresa.

A finales de primavera, serán padres por primera vez. Su bebé será una excepción en una España que celebra cada nuevo nacimiento como un milagro. Esta criatura –y la de una pareja vecina– sumarán dos niños más al colegio del pueblo, donde ahora hay trece niños en edad escolar. El invierno no dura siempre y, como siempre, sucede en el campo la vida retoña. También aquí. 

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