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martes, 25 de julio de 2023

Ladrones y criminales, los peligros del Camino de Santiago, 25 de Julio, día de Santiago.

Un grupo de peregrinos se dirigen a un santuario, iluminación inglesa siglo XV.Cordon Press

La falta de señales, bandidos y posaderos sin escrúpulos convertían la ruta en una odisea para los miles de fieles que se encaminaban hacia Compostela para visitar la tumba del apóstol.

 Hacer el Camino de Santiago en la Edad Media suponía todo un reto. Aunque era un itinerario profundamente religioso, casi fraternal, estaba plagado de dificultades que los peregrinos debían superar como si fuera una carrera de obstáculos. El caminante no sólo debía llegar a el sepulcro del Apóstol, sino que además había de ser capaz de volver a su localidad de origen para contar sus hazañas y recibir los elogios de sus paisanos. Elogios sinceros y agradecidos, pues en algunos lugares, como en Eslovaquia, se eximía al peregrino de pagar impuestos el resto de su vida si acreditaba haber hecho el Camino tres veces.

Esta aventura suponía para el romero tener que abandonar a sus familiares durante meses, incluso años. El peregrino debía, asimismo, hacer frente a enfermedades, timos, hurtos y abusos de todo tipo, además de tener que soportar piojos y chinches, perros de malas pulgas, temperaturas extremas, malos caminos y peor calzado e infinidad de calamidades, todo ello a través de regiones y lugares cuya lengua a menudo ignoraba. El monje franco Aymeric Picaud dejó escrito en el Códice calixtino, el célebre manuscrito del siglo XII, los peligros que acechaban a los peregrinos. Advertía de los ríos de malas aguas, de los molestos tábanos, de los barqueros aprovechados y de las gentes feroces y malvadas.

 

A partir del siglo XII, cuando los reinos cristianos consiguieron desplazar a los musulmanes hacia los valles del Tajo y el Guadiana, la vía francesa del Camino –desde San Juan Pie de Puerto y Roncesvalles hasta Santiago de Compostela– se convirtió en el itinerario más utilizado por los romeros. En la localidad francesa de Ostabat coincidían peregrinos bretones, flamencos, gascones, hanseáticos o francos que habían salido de sus tierras hacía meses. En San Juan Pie de Puerto reponían fuerzas para ascender hacia el puerto de Ibañeta, ya en tierras del reino de Navarra, y hacer un alto en Roncesvalles.

La mala señalización en el Camino era uno de los problemas más preocupantes, especialmente en los puertos de montaña, donde la nieve borraba senderos y marcas. Lo normal era indicar el itinerario con estacas o palos clavados junto a la ruta, pero para ello había que conservarlos, y sólo había personal cerca de los hospitales y albergues.

CAMPANAS PARA ORIENTARSE

A veces, cuando las tormentas eran fuertes o la niebla muy espesa, el peregrino extraviado se orientaba con el sonido de las campanas de Somport, Roncesvalles, Foncebadón o del monasterio de San Salvador, en el alto de Ibañeta, donde un monje tañía la campana constantemente. Los reyes incentivaron el asentamiento de hospitales y pobladores con ciertas exacciones y libertades a cambio de la obligación de señalizar el Camino. A finales del siglo XV, los Reyes Católicos otorgaron este privilegio a los vecinos de El Acebo, en El Bierzo, con la condición de hincar 400 palos entre el pueblo y el puerto de Foncebadón.

El peregrino medía la distancia en jornadas, se dejaba guiar por el sol y las estrellas, y a veces encontraba con alivio un viejo miliario romano o un crucero que le marcaban la dirección
correcta y hasta la distancia. Rollos, picotas (columnas donde se exponía a los reos) y cruceros ayudaron a los caminantes desde el siglo XIV, cuando se extendió el culto a la cruz propagado por los seguidores de san Francisco de Asís –quien, según la tradición, peregrinó a Santiago en 1214–. Estas modestas construcciones afianzaban el carácter religioso del Camino, además de servir de señales de término o para indicar un episodio luctuoso.

la mayor inquietud de los peregrinos era la inseguridad: Los asaltos eran frecuentes y Los peregrinos también eran víctimas de toda suerte de engaños.

Frente al riesgo de pérdida y desorientación, los campanarios cumplieron la función de faros terrestres para orientar los pasos de los peregrinos. Por ejemplo, el caserío de Berdún, en el Camino de Somport, se convirtió en una excelente referencia visual para los caminantes por encontrarse sus casas en un cerro situado en medio de una gran planicie de cereal. Y lo mismo pasó con el campanario de la iglesia de Santiago de Puente la Reina, las torres de las catedrales de Logroño y Burgos, el castillo de Castrojeriz o la gran fábrica de la iglesia de Villalcázar de Sirga, visibles a larga distancia.

RUFIANES, LADRONES Y GRANUJAS

Con todo, la mayor inquietud de los peregrinos era la inseguridad, dada la dificultad de asegurar la vigilancia de los ochocientos kilómetros de ruta entre los Pirineos y la ciudad del Apóstol. Los asaltos eran frecuentes, sobre todo en las zonas de mayor tránsito de peregrinos y condiciones más inhóspitas, como los amenazantes bosques en torno a Villafranca Montes de Oca (Burgos), etapa que llevaba a una de las paradas más esperadas de la aventura: el sepulcro de san Juan de Ortega, constructor de puentes. El peregrino no se atrevía a caminar solo e intentaba marchar en grupo, según era habitual en otras rutas de peregrinación europeas, como las de Aquisgrán, París o San Martín de Tours. Las partidas de ladrones fueron frecuentes en Roncesvalles, León o las Bárdenas navarras. Los montes de Oca se convirtieron en cobijo de malhechores, sin que las milicias de las hermandades municipales pudieran erradicarlos. Lo dejaba claro un dicho jacobeo: «Si quieres robar, vete a los montes de Oca».

El peligro acechaba hasta en los abrevaderos, como advertía el monje Picaud en su Guía del peregrino a propósito de un pueblo de los montes navarros: «Por un lugar llamado Lorca, por la zona oriental, discurre el río llamado Salado: ¡Cuidado con beber en él, ni tú ni tu caballo, pues es un río mortífero! Camino de Santiago, sentados a su orilla, encontramos a dos navarros afilando los cuchillos con los que solían degollar las caballerías de los peregrinos que bebían de aquella agua y morían». La plaga de los bandidos llevó a iniciativas como la de Teobaldo II de Navarra, que en 1269 fundó el pueblecito de El Espinal para evitar un largo tramo sin poblaciones, con el fin de dificultar la acción de los salteadores de caminos.

Los peregrinos también eran víctimas habituales de toda suerte de engaños, ya fuera por vendedores que alteraban el peso de los artículos o por cambistas que hacían lo propio con la moneda (hay que tener en cuenta que los romeros debían cambiar dinero hasta seis o siete veces al cruzar por los diferentes reinos). Los hospederos no siempre eran de fiar. Se conocen casos de romeros a los que
se ofrecían brebajes en los mesones para que se durmieran y poder robarles más fácilmente. En otras ocasiones, los señores del lugar los obligaban a pagar abusivos peajes por cruzar puentes o ríos en barca, pese a que los romeros estaban eximidos por ley de estos pagos.

Los timos estaban al orden del día. A veces, dos estafadores simulaban una pelea por una moneda de plomo dorado encontrada en el camino. El peregrino, cargado de buena intención, zanjaba la reyerta ofreciendo una moneda a cada bribón a cambio de la falsa pieza de oro. En el ramal del Camino Francés a San Millán de la Cogolla se encuentra la Umbría de la Fuente de los Ladrones en recuerdo de aquellos tunantes.

Conforme la ruta jacobea se convertía en un camino de santos y milagros, se hicieron más frecuentes los pícaros que hacían negocio con bulas amañadas y reliquias falsas. Hubo también falsos peregrinos, consumados actores que se vestían con la indumentaria del romero: bordón, esclavina, escarcela y sombrero, y se ganaban la confianza del peregrino auténtico hasta desvalijarle aprovechando cualquier descuido. Otros simulaban lesiones para despertar la caridad de los romeros. Estos rufianes, muchos de ellos extranjeros, sobre todo ingleses, sabían que a menudo los peregrinos llevaban limosnas por encargo, guardadas en las dobleces del vestido, y que era fácil desvalijarlos. Fueron numerosas las denuncias de este tipo en las tierras navarras de Estella y Sangüesa.

CASTIGOS PARA LOS DELINCUENTES

La gran cantidad de delitos y abusos que se daban a lo largo del Camino obligaron a las autoridades a regular jurídicamente el fenómeno de la peregrinación jacobea. Así, el Fuero Real de Alfonso X el Sabio estableció que «todos los romeros y peregrinos que anduvieren en romería por nuestros reinos, mayormente los que fueren y vinieren en romería a Santiago, sean seguros; y les damos y otorgamos nuestro privilegio de seguridad para que vayan y vengan y estén en ellos». Hubo normas que garantizaban a los peregrinos la posesión de los bienes que llevaban consigo durante el viaje. Así, a finales del reinado de Juan I, hacia 1390, se autorizó a los peregrinos a introducir y sacar libremente palafrenes, trotones y vacas «si consta que no nacieron» en Castilla. Y su nieto Juan II hizo que se otorgaran salvoconductos a los peregrinos del Viejo Continente y que no fueran embargados sus bienes ni demás propiedades porque eran considerados súbditos del rey.

en 1332 fueron detenidos dos ladrones por robar a peregrinos, uno de los cuales fue ahorcado y el otro azotado y desorejado.

En el Fuero Real también se instaba a los jueces a atender las demandas de los peregrinos: «Si los Alcaldes de los lugares no hicieren enmendar a los Romeros los males y daños que recibieron tanto de los albergueros y mesoneros como de otras personas cualesquiera, luego que por los Romeros les fuere querellado y no les hicieren cumplimiento de Justicia, sin algún alongamiento paguen doblado todo el daño al Romero y las costas que sobre ello hicieren».

El texto alfonsino distinguía al ladrón del Camino del que robaba fuera de él. En el primer caso, las penas eran mucho más duras, ya que robar a los peregrinos se castigaba normalmente con la muerte. Conocemos numerosos casos de aplicación de la pena máxima por ataques en el Camino. Por ejemplo, en 1332 fueron detenidos dos ladrones por robar a peregrinos, uno de los cuales fue ahorcado y el otro azotado y desorejado. Por el mismo motivo fue llevado a la horca el castellano Martín de Castro, que se dedicaba a robar en las iglesias del Camino.

Otras veces los castigados eran criminales que se hacían pasar por peregrinos. Así, en 1337 fue juzgado y ahorcado un tal Thomás de Londres, falso peregrino inglés, por robar a un romero seis florines de oro que llevaba escondidos en la manga. La misma suerte corrió otro peregrino genovés por llevarse objetos del templo asturiano de Salas, en el Camino primitivo.

El Libro de los Fueros de Castilla, de tiempos de Alfonso X, relata la historia de un tal Andrés, que robó el equipaje y el dinero de un peregrino y cuando fue detenido acusó a su hermano, abad de un monasterio, de ser el cerebro de la operación. El abad buscó refugio en una iglesia, amparándose en la inmunidad de que gozaban los edificios eclesiásticos, pero tuvo que devolver el dinero robado y realizar dos peregrinaciones a Santiago para obtener el perdón, aunque quedó despojado de sus oficios y beneficios. Su hermano, en cambio, fue ahorcado.

PIOJOS, CHINCHES Y SUCIEDAD

Uno de los atributos esenciales del peregrino era la calabaza, la cantimplora medieval convertida en todo un símbolo iconográfico, que los viajeros llenaban de agua en las fuentes y abrevaderos construidos a lo largo de la ruta. Estas fuentes no servían únicamente para dar de beber al sediento y llenar las calabazas, sino también como descansadero y como lugar para el aseo personal de los peregrinos, por lo general acribillados por piojos, pulgas y chinches.

Todavía quedan fuentes de aquellos tiempos medievales, con nombres que evocan el uso que les daban los peregrinos. En tierras burgalesas, por ejemplo, encontramos la fuente de los Piojos, en Itero del Castillo, y la de Mojapán, en la subida al puerto de la Pedraja, en los montes de Oca, donde se decía que los romeros ablandaban los mendrugos de pan resecos. Cuando se hallaban apenas a una decena de kilómetros de Santiago, la tradición obligaba a los peregrinos a lavarse el cuerpo en las aguas del río Lavacolla. Pese a ello, la catedral compostelana se llenaba de los malos olores de los peregrinos, que dormían en el interior del templo, aprovechando que permanecía abierto todo el día; malos olores que se intentaban paliar con el gigantesco incensario o botafumeiro que existe al menos desde el siglo XIV, hoy convertido en otro de los símbolos de la peregrinación.

La picaresca acompañaba al peregrino hasta el último momento. En las mismas calles de Santiago debía sortear a los vendedores de falsos azabaches –una piedra muy usada por los joyeros de la ciudad– y vieiras, la concha del Camino, recuerdo y prueba de haber terminado la peregrinación. Hasta la Iglesia quiso intervenir en este suculento negocio controlando su venta en el siglo XIII en determinadas tiendas de concheiros. Por último, era costumbre desprenderse de la ropa vieja al llegar a la tumba del Apóstol y quemarla en el pilón de la Cruz dos Farrapos (la cruz de los harapos), en el tejado del templo. Pero la ropa era un bien muy preciado en la Edad Media, y algunas de las prendas con destino al fuego volvían al Camino para ser vendidas a otros peregrinos más pobres.

Finalmente, el peregrino alcanzaba la plaza de la Azabachería, donde por fin podía gritar Ultreia!, el saludo medieval de gozo y alegría por haber llegado a la ciudad del Apóstol sano y salvo. Su azarosa aventura tenía recompensa: recibía la carta probatoria (la futura Compostela) de haber culminado con éxito la peregrinación, además de los beneficios personales y espirituales que el romero adquiría a perpetuidad

 

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