Aislada hace años en una casa de campo,
publica su primer libro, ‘Niadela’, una catarsis en fusión con la naturaleza.
—Quién va a venir por aquí…
—¡Mucha gente! —insiste Dersu.
—¿Quién?
—¡Viene el tejón, y el cuervo también, y los ratones! ¡Mucha gente! ¡En la taiga no estamos solos! ¡Nunca!
Beatriz Montañez vive con mucha gente. Vive con el ciempiés y con la araña toro, con el lagarto ocelado, con el sapo de espuelas, con los grillos, el jabalí y el murciélago hortelano. También vive con la culebra de herradura, con la lagartija colirroja y con el escarabajo de cementerio. Y con decenas de aves: la abubilla, el reyezuelo sencillo, el pájaro carpintero, la oropéndola europea, la bisbita pratense, el avión roquero…, entre muchas otras a las que da las gracias en el glosario zoológico que cierra su primera novela, Niadela, publicada por el sello Errata Naturae.
Antes, Beatriz Montañez vivía en Madrid y cientos de miles de personas la veían en televisión con el Gran Wyoming. Tuvo éxito con ese programa, El Intermedio, pero llegó un punto en que no se sentía bien. “Empecé a escuchar el tictac de una bomba que podría explotar en cualquier momento”, dice. Se fue. En 2014 fichó por Telecinco e hizo un programa con otras cuatro presentadoras que le acabó de quemar los fusibles. Explica que pidió mantenerse al margen de temas del corazón y de entretenimiento banal. “Ellos se comprometieron, pero después de unas semanas de emisión me di cuenta de que aquello iba derivando en algo de lo que no quería formar parte”. Lo dejó y dice que fue entonces cuando la bomba de relojería estalló. “Pero no fue lo único que motivó la detonación, pues una bomba está compuesta de muchos materiales conectados entre sí”.
Nació en Ciudad Real (1977) y vivió en el pueblo manchego de Almadén hasta que era adolescente. Su padre murió en un accidente de tráfico cuando tenía cuatro años. Nadie se lo explicó. Su madre no le dijo que su padre había muerto y que nunca más lo vería. Dice que creció casi muda. En el instituto la llamaban rara. “Me daban pescozones en la cabeza”.
El fantasma del padre, la infancia difícil, la tele, la fama, la frustración. Los elementos de la bomba.
Cuando explotó, se fue de viaje por Asia. Estuvo en templos budistas. Se acuerda del nombre de uno, Wat Ram Poeng, en Tailandia, no del de los demás. Dice que arrastra un problema de memoria y que un psicólogo le diagnosticó “amnesia retrógrada” por un trauma de su adolescencia. Al volver de Asia, trabajó de guionista de Muchos hijos, un mono y un castillo, documental dirigido por su expareja Gustavo Salmerón. Luego se recluyó en una casita del interior valenciano a la que se llega por una pista de tierra, sola y aislada. “Había telarañas por todas partes, colchones llenos de pulgas y alfombras llenas de vida. No tenía agua caliente ni luz. La chimenea no tiraba. La primera noche dormí vestida. Pasé frío y oía ruidos extraños. Acabé durmiendo por puro cansancio, pero me quedé dormida con una sonrisa. Esa primera noche fui muy feliz. Estaba en paz. Era una sensación que nunca había experimentado, como si un líquido templado naciera en la boca del estómago y se derramase por todo el cuerpo”. Allí ha estado cinco años y ha escrito Niadela, un libro en la tradición anglosajona del nature writing o escritura de la naturaleza. Ahora la casa es acogedora. Sencilla, decorada con gusto y esmero, atiborrada de piezas de ganchillo y con una fila de post-it en la chimenea con ideas suyas apuntadas a boli como “El medio más seguro de deshacerse de la carencia es desviarse del camino” o “No poseer nada es una de las facetas de la libertad”. Ya de niña le gustaba la escritura —su madre la presentó al concurso de poesía de Almadén; perdió—, pero en esta casa la ha vivido con una pasión nueva. “Me he dado cuenta de que puedo pasar meses en silencio, pero no puedo pasar días sin escribir”. Por las mañanas medita frente a un acantilado con su collar de cuentas nepalí en la mano, luego hace la casa, pasea, cocina y la tarde la dedica a la literatura. Cuando sale a hacer la compra al pueblo más cercano, en un cascado jeep que conduce a cierta velocidad por la pista sin asfaltar, se embute en los oídos unos tapones de espuma.
En Niadela vuelca en palabras sus observaciones. Usa un vocabulario exuberante y realiza unas representaciones milimétricas. “Describo el sol más de 40 veces y nunca desde el mismo punto de vista. El sol es diferente cada día, como lo son el cielo y las nubes, como lo son las ramas de los árboles y los arbustos. Solo hay que pararse a mirar con profundidad para darse cuenta”. El libro describe su primer año en este lugar y se compone de fragmentos donde hay memoria, ensayo, realidad, delirio, lirismo, un ritmo corto y veloz. “Quise que fuese poético, pero que estuviese confeccionado a golpe de hacha”.
Beatriz Montañez parece una persona frágil y feroz. Herida pero con una voluntad animal. De adolescente se fue de casa a Ciudad Real, después a Madrid, y con 21 años trabajó un año en Tokio de modelo. Allí vivía en un edificio con otras colegas de oficio. Un día a una le apareció una rata en el retrete. Ella la mató a golpes con una espátula de hierro. Más tarde se fue a Los Ángeles y estudió Comunicación en la Universidad de California mientras curraba en varios sitios a la vez y tiraba de efedrina para poder estar activa sin descanso.
En ocasiones, leemos en Niadela, le gusta salir a caminar desnuda.
Lo narra así Montañez: “Cuanto más enmarañado el sotobosque, más acompañada me siento. Es una sensación antigua, gloriosa. No siento ni frío ni calor. No siento el cuerpo. Las zarzas me rayan con sus afiladas uñas buscando las cuerdas del arpa. No suena nada. Soy piel hueca sobre hueso bruñido. Por eso vagabundeo entre la maleza. Busco mis tripas, despertar la sangre que duerme, avivar el alma descuidada. Quiero perder la cabeza para sentirme extraña, quiero caminar por los límites del orbe, cambiar de color en otoño, beber néctar de escarcha, mezclarme con la tierra y renacer purificada”