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viernes, 26 de mayo de 2023

“Cuando te dicen que tu tierra no vale nada, te están diciendo que tú no vales nada”.

El desprecio hacia modo de vida rural como estrategia especulativa.
La estrategia especulativa de las grandes eléctricas en el ‘boom’ de las energías renovables está dinamitando la convivencia en la España rural.


Parte de uno de los módulos del megaparque fotovoltaico de Almadrones (Guadalajara). / D. D.

Aún faltan unos tres kilómetros para alcanzar la salida 101, que da acceso al municipio de Almadrones (Guadalajara), cuando la ventanilla derecha del coche muestra un cambio imposible de ignorar en el paisaje que atraviesa la autovía A-2 en dirección Zaragoza. El intenso verde primaveral que se extendía hasta el horizonte queda, de pronto, sustituido por un ejército de cientos, miles de placas fotovoltaicas con sus patas metálicas y sus cabezas planas desproporcionadamente grandes.

Allí nos espera César Sanz, un joven agricultor del pueblo que se ha ofrecido a contarle a CTXT cómo ha transcurrido el proceso que ahora culmina con la instalación –todavía en marcha– de un enorme parque fotovoltaico, propiedad de Iberdrola, que ocupa más de 270 hectáreas.

El boom de la fotovoltaica

En mayo de 2021, existían en España 99 grandes instalaciones fotovoltaicas –de 10MW de potencia o más– de las cuales 58 contaban con una potencia de más de 50MW –a partir de ese número es obligatorio recibir autorización de la Administración Pública para la construcción–, y se esperaban 15 nuevas de esa misma categoría para los siguientes meses. La tendencia al alza quedó confirmada por los datos de Red Eléctrica de España: el año 2022 supuso un incremento histórico en la generación de energía fotovoltaica, con un crecimiento del 29,4% respecto a 2021.

En lo que va de año, este boom se hecho más y más notable. Como ejemplo de la situación actual, el BOE del pasado 8 de mayo publicaba la autorización administrativa previa para 24 proyectos fotovoltaicos, todos ellos superiores a los 50MW, de los cuales siete lograban también autorización para iniciar la construcción de los megaparques. En 2021 había 58 en todo el territorio nacional, en 2023 se han aprobado 24 en un solo día.

El 8 de mayo se autorizaron 24 megaparques fotovoltaicos en un solo día

No hay una equivalencia exacta entre potencia instalada y superficie ocupada por las placas, pero se puede hacer un cálculo aproximado teniendo en cuenta que para generar 500MW se suelen necesitar 1.000 hectáreas (cuando no más); así, los 19.785MW instalados en España en 2022 a través de esta tecnología suponen un área aproximada de 40.000 hectáreas, casi cuatro veces el tamaño de la ciudad de Barcelona. Además, el reparto de estos parques fotovoltaicos es muy desigual: casi el 70% se localizan en Extremadura, Castilla-La Mancha y Andalucía.

El desprecio hacia modo de vida rural como estrategia especulativa

Un primer paseo entre las vallas de los tres módulos que conforman la obra completa instalada en Almadrones ofrece dos sensaciones inmediatas. La primera tiene que ver con una traducción empírica de la extensión del parque, incomprensible a menos que uno se sitúe en un punto más o menos central del mismo y eche una ojeada alrededor. Desde ahí, la cómoda abstracción de las cifras, que permite hablar de casi 300 hectáreas con la misma facilidad que de 25 metros, adquiere una materialidad abrumadora, y los números toman cuerpo: casi 300 hectáreas es, más o menos, hasta donde alcanza la vista.

La segunda sensación queda rápidamente confirmada por César Sanz, que observa el paisaje con los ojos expertos de quien lleva años dialogando con esas tierras hoy mudas, inertes: “Podían haber sido más considerados con los agricultores, por lo menos facilitando el trabajo y quedando bien con nosotros”. Son varios los ejemplos que llaman la atención por lo errático de la planificación, con grandes extensiones de tierra que han quedado dentro de las vallas pero no van a ser utilizadas para generar energía. “Hay zonas en las que incluso hay terreno labrado dentro de la valla que si se hubiese quedado fuera seguiría siendo cultivable”, afirma el agricultor.

Esa despreocupación a la hora de tener en cuenta el impacto de su actividad en el campo forma parte de la actitud de desprecio que muestran las compañías eléctricas hacia los modos de vida rurales. Así lo ve Jaume Franquesa, doctor en Antropología Social y autor de diversas investigaciones –y un libro– centradas en la cuestión de la transición a las renovables, quien señala que “para conseguir precios bajos, lo que hacen es decirles a los propietarios rurales que eso que tienen no vale nada. Presentan el lugar como un lugar vacío, no solamente de gente sino también de futuro, de posibilidades”. Una “desvalorización moral” que, según el propio Franquesa, “apoya muy claramente la desvalorización económica, y viceversa”, dejando una huella mucho más profunda que el mar de cristal que se observa a simple vista: “Cuando te dicen que tu tierra no vale nada, te están diciendo que tú no vales nada. Así es como lo oyen estas personas”.

Iberdrola encabeza la lista de compañías con mayor presencia en este sector, ya que cuenta con las dos mayores instalaciones del país: la planta Francisco Pizarro, en Cáceres, con 1.300 hectáreas (según la propia empresa, la mayor de Europa), y la Núñez de Balboa, en Badajoz, con una superficie cercana a las 1.000 hectáreas. Pero no andan lejos otros gigantes como el Grupo ACS, Repsol, Endesa o Naturgy.

Berta Caballero es portavoz de la plataforma Aliente y argumenta que, en esencia, se trata de una estrategia meramente especulativa, puesto que “se está utilizando el campo porque es más barato para las empresas, cuando esas grandes instalaciones deberían derivarse a terrenos ya degradados como tejados, polígonos industriales o alrededores de grandes autovías”. Y la realidad es que no hay que irse muy lejos para encontrar ejemplos. La mediana de la propia carretera que une Guadalajara con Almadrones ofrece unos 50 kilómetros de suelo inutilizado que podría albergar una gran cantidad de placas fotovoltaicas. Y por si fuera poco, el Área 103 –área de servicio archiconocida por los y las profesionales del transporte–, dentro del término municipal de Almadrones, cuenta con un parquecito de placas instalado sobre infértil cemento. Según un estudio de la Xarxa Catalana per una Transició Energética Justa, este tipo de espacios “antropizados” suman 33.861 hectáreas solo en Catalunya, lo que permitiría una cantidad de placas fotovoltaicas “suficiente para proporcionar la energía eléctrica que necesitan más de ocho millones de personas”.

David, Goliat y una Administración irresponsable

Rosa Pardo, también desde Aliente, responsabiliza a la Administración Pública por su “aquiescencia” para con unas empresas “que han aprovechado un vacío en la legislación urbanística. Por la ley de protección del suelo rústico, estas instalaciones no podrían implantarse en suelo rural, ya que son instalaciones industriales”.

Pardo explica a CTXT el panorama legislativo con la minuciosidad de quien ha estudiado hasta el último detalle de su rival en busca de puntos débiles. Empieza hablando de cómo se ha ido resquebrajando la regulación que imponía “la necesidad de que, cada vez que hay un proyecto industrial en suelo rústico, haya que hacer una evaluación de impacto ambiental”. El primer error está en la ausencia de una “planificación previa”, que sí existe en otros países y define “zonas excluidas por sus valores ambientales. Aquí, lo único que ha hecho el Ministerio es un mapa con lugares en los que recomienda no hacer estos proyectos”, poco más que papel mojado puesto que “están autorizando instalaciones dentro de ese mapa”.

“Por otra parte”, sigue, “la prisa de la Administración por aprobar los proyectos ha hecho que se permita a las empresas incluir en la documentación estudios de impacto que son falsos, en los que no se detectan un montón de especies protegidas y daños que harían que no se aprobasen los permisos. La Administración lo sabe, pero lo admite”. La desfachatez pública rima con la privada, que impulsa a las grandes eléctricas a crear “pequeñas empresas con 3.000€ de capital social” para  que se encarguen de “presentar el proyecto, solicitar los permisos y, sobre todo, captar propietarios para que alquilen sus terrenos”. Cuestionada acerca de las razones detrás de esta jugada, Rosa Pardo opina que tiene que ver con “cuestiones de responsabilidad final. Tú, en cualquier momento, puedes declarar esa empresa insolvente y todas las responsabilidades a las que se ha acogido, como ocuparse del desmantelamiento de la planta, cumplir el tema ambiental, etc., desaparecen”.

“Lo que claramente dañaba la naturaleza, ahora no daña. La ley es un coladero”

Para rematar, el Gobierno ha aprovechado la emergencia energética, originada por la guerra de Ucrania, para publicar un real decreto ley, el 20/2022, que contiene “dos artículos que aprovechan para decir que, a partir de ese momento, ni siquiera se va a tener que pasar el procedimiento ambiental si la Administración considera que el informe de impacto que presenta la empresa es suficiente”. Así, “proyectos que ya se habían denegado, ahora los van a reactivar”. Y concluye: “Lo que claramente dañaba la naturaleza, ahora no daña. La ley es un coladero”.

Esta desregulación, denunciada desde Aliente como una “barra libre” para los intereses empresariales, adquiere una centralidad muy notable en el relato de César Sanz acerca de cómo tuvo lugar la llegada de Iberdrola a Almadrones: “Para mí, el problema sobre todo fueron las negociaciones, que se hacían directamente con el propietario. Venía un abogado, se hacía una reunión en la que contaba todo por encima y luego iba casa por casa” –explica antes de reconocer la sensación de indefensión que experimentó–, “entonces estás peleando como un miserable individuo contra una empresa gigante”.

En su caso, se tomó la posibilidad de las placas fotovoltaicas como “otro cultivo, como una diversificación de la tierra”, por lo que “estaba dispuesto a ceder algunas hectáreas, pero no todas las que me estaban pidiendo”. Y es aquí donde la ausencia de una regulación se hace insostenible: “Cuando dijimos que nos gustaría dejar ciertas parcelas fuera, nos dijeron que o firmábamos todo lo que ellos pedían o se iban a otro pueblo”.

Para Jaume Franquesa, la estrepitosa inequidad entre las partes hace que “las empresas puedan ofrecer términos más o menos beneficiosos, pero nunca se va a producir una negociación, no es posible”. Y así, con una postura más cercana a la extorsión que a ninguna otra cosa, Iberdrola “llegó exigiendo que tenían que ser las parcelas que ellos pedían. Al que decía que no, le contestaban ‘tú dices que no, perfecto, nosotros nos vamos a otro pueblo y tú eres el encargado de justificar delante de tus vecinos por qué no van a recibir este dinero’”, cuenta César Sanz.

En este punto es importante señalar la desproporción de los contratos ofrecidos a los propietarios y las propietarias de las tierras, con cantidades que multiplican por más de diez los beneficios medios que ofrece una renta agrícola. “Era imposible competir con ello”, destaca el joven agricultor. En esa misma línea se mueve el razonamiento de Rosa Pardo, que exculpa a estos pequeños ayuntamientos (Almadrones, por ejemplo, cuenta con 54 habitantes censados) que se ven “con las manos atadas” ante la enormidad de recursos de multinacionales dispuestas a entrar en disputas legales en las que se saben ampliamente superiores en todos los aspectos.

Dar rienda suelta a la voracidad de estas empresas provoca, por ejemplo, que a pesar de que Iberdrola “prometió que no iba a haber movimiento de tierras”, como revela César Sanz, “hay parcelas en las que están sacando cubierta vegetal y tierra buena para tener las placas orientadas hacia donde les interesa”. Sin una legislación ni nada que se le acerque, surgen las inquietudes: “Cuando rellenen igual lo hacen con piedras. A saber qué van a hacer dentro de 40 años. No quiero que eso se quede como un solar, nos da bastante miedo que no se pueda volver a cultivar”.

Sin paisaje, sin trabajo y sin convivencia

Detrás del gravísimo impacto ambiental se oculta un elemento disruptivo quizá más preocupante aún. “Están generando muchísimo conflicto social, nos están poniendo a los pies de los caballos” (Berta Caballero); “es una circunstancia casi matemática que, donde llega un proyecto de este tipo, se crea un abismo entre vecinos y dentro de familias” (Jaume Franquesa); “este tipo de proyectos provocan una división social bestial en los pueblos” (Rosa Pardo). Las opiniones de personas expertas se alinean perfectamente entre sí y también con las vivencias de César Sanz: “A mí lo que más me preocupa de todo esto es la crispación. Ha afectado mucho a la convivencia, son situaciones que se van enquistando y el ambiente del pueblo es raro. Vas al bar y hay corrillos, hay personas que han dejado de ir al bar…”. El malestar entre los vecinos se atisba en su voz, sobre todo cuando menciona una de las consecuencias más dolorosas: “Dentro de las mismas familias ha sido una locura. Hay primos que se han dejado de hablar por estas cosas”.

“A mí lo que más me preocupa de todo esto es la crispación. Ha afectado mucho a la convivencia”

Para entender el origen de tanta insistencia en el impacto que generan estas instalaciones en la convivencia hay que tener en cuenta dos factores principales. El primero deriva de una estructura de propiedad de la tierra que provoca que, “en la mayor parte de los pueblos, quienes están firmando contratos de alquiler son personas que no trabajan la tierra, rentistas agrarios, y eso les enfrenta sobre todo a los jóvenes agricultores que sí viven de ello y necesitan tierras en arriendo”, sostiene Rosa Pardo. Argumento confirmado por César Sanz, que presenció “reuniones con conflictos entre propietarios y agricultores renteros” y conoce a algunos de estos últimos “que se van a quedar con una cantidad de hectáreas que no les permiten vivir de ello”; sin recibir, claro, ni un céntimo de los contratos de alquiler que tan rápido convencieron a los propietarios.

Es difícil pensar en algo que agrave con tanta profundidad la dramática situación de la España vaciada como lo hace la erradicación de “el único trabajo que puede hacer que la gente venga a vivir aquí”, en palabras de Sanz. Más allá de lo laboral, “se elimina un modo de vida que sí fija población” y que puede ofrecer alternativas tan valiosas en un momento de crisis ecológica como la “soberanía alimentaria”, advierte José Morales, candidato de Unidas Podemos por Guadalajara para este 28M.

El segundo factor nos lleva directamente hasta los centros de decisión políticos, económicos y mediáticos, desde los que se percibe la urgencia climática como una “oportunidad para abrir una nueva frontera de producción energética y de beneficio económico en territorio propio”, creando estos “territorios extractivos domésticos”, como los llama Jaume Franquesa. Por eso, según Berta Caballero, “la maquinaria propagandística de gobierno y empresas ha convencido a la gente de que esto es imprescindible”.

Y así, en este contexto, tanto la actividad de Aliente como la oposición ciudadana al modelo extractivista de los grandes parques fotovoltaicos son recibidas con gran rechazo. En Almadrones, por ejemplo, César Sanz nos cuenta que, si bien “más o menos todo el mundo estaba a favor”, quien tenía una posición contraria a la instalación de las placas “no quería decirlo”. Mientras que Berta Caballero y Rosa Pardo aseguran que les han llamado “negacionistas”, “retardistas” y les han acusado de estar obstaculizando la impostergable transición a las renovables. “Lo que ellos llaman ‘obstáculos administrativos’ es una garantía para la ciudadanía, pero ese lenguaje se cuela en la prensa”, remata la segunda.

Las más de 270 hectáreas que han ocupado gran parte del término municipal de Almadrones quedan en nada si se comparan con complejos fotovoltaicos como el de Cifuentes-Trillo (también en Guadalajara), a cargo de Solaria, cuya extensión alcanza las 1.000 hectáreas. Pardo no duda al hablar de “una invasión” que, advierte, va a hacer “desaparecer la Alcarria de Guadalajara, pero también la de Madrid”.

La fórmula para evitarlo está clara para Jaume Franquesa: “Si hay algo que pueda echarles por tierra su inversión multimillonaria es que algún movimiento local consiga de alguna manera enfrentarse. Cuando ellos tratan estos movimientos locales como insignificantes, no nos dejemos engañar: no lo son. Es casi lo único que les puede echar por tierra el negocio”.

sábado, 8 de abril de 2023

La agroganadería del futuro.

En ‘Regénesis (es una visión impresionante de un nuevo futuro para la alimentación y la humanidad)
George Monbiot propone que sustituyamos la cría de ganado 
por polvos proteínicos de laboratorio 
y que gran parte de la tierra recupere su estado salvaje. 
Hay ausencias llamativas en su discurso.

New Left Review 138, enero-febrero 2023,

En Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta [editado en España por Capitán Swing], el periodista y activista George Monbiot aborda el que en su opinión es “el tema medioambiental más importante” y, sin embargo, uno de los más olvidados del momento presente: la cuestión del uso de la tierra
La agricultura –explica de manera tajante– es la principal causa mundial de la destrucción del hábitat, la principal causa de la pérdida global de diversidad salvaje y la principal causa de la crisis de extinción global”. Hasta hace muy poco tiempo, defiende Monbiot, en las distintas regiones y países del planeta se seguían dietas radicalmente distintas, conformadas por sistemas de agricultura discretos, así como por la historia y las tradiciones de cada población. Pero se ha producido un inmenso cambio cultural que ha conducido a lo que él denomina la “dieta estándar global”, rica en grasas y proteínas y muy dependiente de un pequeño número de megacosechas: trigo, arroz, maíz, azúcar y (con destino al pienso animal) soja: una población de ganado en crecimiento vertiginoso consume ahora la mitad de las calorías que produce la agricultura. 
En el relato de Monbiot, el alimento de esta dieta estándar global se produce en la “granja estándar global”. Desde su implantación pionera en Estados Unidos, el agronegocio ha impulsado una enorme concentración de producción de megacosechas, sobre todo en este país, pero también en Brasil, Canadá, Argentina o Francia, bajo la égida de un puñado de poderosas multinacionales que han doblegado a los productores más pequeños. 
Cuatro empresas, Cargill, Archer Daniels Midland, Bunge y Louis Dreyfus, controlan ahora el 90 % del comercio global de cereales; otras cuarto (Bayer, Corteva, ChemChina y BASF) ha acaparado dos tercios del mercado de productos químicos para la agricultura y ese mismo grupo posee más de la mitad de las semillas del mundo.

Cuatro empresas controlan el 90% del comercio mundial de cereales.

Vacas pastando en el área renaturalizada de Knepp (Reino Unido).Matt Ellery (CC BY-SA 2.0) via Flickr

Estas multinacionales han promovido una estandarización de las técnicas agrícolas, de las variedades de cosechas, de los productos químicos, de la maquinaria, etcétera, impulsada por la búsqueda de resultados. 
La consecuencia es que los sistemas nacionales de producción de alimentos se están volviendo menos modulares y más sensibles a los choques globales: enfermedades, sequías o inundaciones, cuyo impacto se magnifica por la especulación financiera o por los cuellos de botella de una frágil cadena de suministros. En opinión de Monbiot, un sistema complejo empieza a “parpadear” cuando se acerca a un punto de inflexión y eso es lo que está ocurriendo ahora con el sistema alimentario global. No sabemos muy bien dónde pueden radicar esos puntos de inflexión o qué combinación de choques podría desencadenar una ruptura, nos advierte Monbiot: “De alguna manera necesitamos no solamente reducir las presiones externas que pesan sobre el sistema, esto es, la crisis medioambiental y la demanda en aumento, sino cambiar el propio sistema”.

Los sistemas nacionales de producción de alimentos se están volviendo más sensibles a los choques globales

Entonces, ¿cómo podemos alimentar a la población mundial sin destruir el planeta? 

El libro traza un programa radical: Monbiot quiere que sustituyamos la cría de ganado por polvo proteínico compuesto por una bacteria fermentada que pueda sustituir la proteína y la grasa de las dietas humanas, concentrar la producción de alimentos restantes en enclaves de alto rendimiento y permitir que el resto de la tierra recupere su estado salvaje. Pero Monbiot es un periodista avezado y endulza la píldora con entretenidos relatos de experiencias. Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta comienza en la parcela que Monbiot tiene en Oxford, con una oda de cinco mil palabras a un terrón:

La tierra, que antaño entendíamos como una masa homogénea, se compone de estructuras dentro de estructuras. Lombrices, raíces y hongos crean terrones pegados con las fibras y los pegajosos elementos químicos que producen, llamados agregados. Dentro de estos agregados, los animales diminutos, como los ácaros y los colémbolos crean terrones aún más pequeños. Dentro de estos, las bacterias y sus depredadores microscópicos –criaturas que ni siquiera puedo ver con la ayuda de mi lupa, como tardígrados, ciliados y amebas– forman unos agregados aún más pequeños […]. Hemos tardado todo este tiempo en aprehender con propiedad que el sustrato del que dependen nuestras vidas es una estructura biológica.

La majestad inadvertida del suelo le inspira para “relatar una nueva historia, una regénesis, sobre lo que comemos y cómo lo cultivamos”.  Monbiot procede a detallar el enorme daño medioambiental que ha producido la agricultura. Empieza junto a su hogar, en su amado río Wye, que ahora se ha convertido en una “asquerosa alcantarilla” después de que se permitieran granjas aviares en su cuenca. Después se reúne con algunos granjeros innovadores: Iain Tolhurst, en South Oxfordshire, que ha desarrollado un modelo de cultivo de frutales y verduras sin productos químicos ni productos procedentes del ganado, que evita la reducción del rendimiento mediante un manejo minucioso de la tierra; Tim Ashton, de Shropshire, que emplea los métodos “sin arado” para cultivar cereal, los cuales reducen la destrucción del suelo; Ian Wilkinson, cuya granja agroecológica experimental en West Oxfordshire, FarmED, ha creado una “economía circular rentable”. A Monbiot le emociona especialmente el trabajo de The Land Institute de Kansas, que cultiva variedades perennes de cosechas anuales, que de otra manera deberían replantarse cada año, como un pariente del trigo llamado kernza. Cualquier reconfiguración del sistema alimentario debería tener en cuenta también las necesidades que debe cubrir. Monbiot traza un vívido retrato de un banco de alimentos cerca de su casa y de la lucha comunitaria contra la pobreza alimentaria, lo que le conduce a una reflexión sobre la relación existente entre la protección medioambiental y la justicia alimentaria. Las campañas por la soberanía alimentaria, concluye, deben reconocer la colisión entre la defensa del medio ambiente y la agricultura, así como el hecho de que la producción local de alimentos en un país como Gran Bretaña nunca podrá cubrir los requisitos alimentarios modernos.

Finalmente, Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta aborda el tema de las proteínas y las grasas. Mientras que los capítulos anteriores se centraban en los métodos agrícolas alternativos, este se titula “Farm Free” [Sin cultivo]. Monbiot viaja a Helsinki, donde se emociona con el trabajo de Pasi Vainikka, director ejecutivo de Solar Foods, que emplea un procedimiento que inició la nasa en la década de 1960 para producir proteínas mediante la “fermentación de precisión” de microorganismos, que se reproducen rápidamente en tanques sin necesidad de la luz del sol por lo que “por primera vez en la historia de la humanidad […] tendríamos una comida básica que no proceda de la fotosíntesis”. La poco prometedora papilla amarilla que se bate en los tanques de fermentación de Vainikka se seca para formar Solein, “una harina dorada que huele a huevos revueltos”. “Supone –declara con júbilo Monbiot– el principio del fin de la mayor parte de la agricultura”. Producir alimento de esta manera  –y explica que Solein es solamente una de las docenas de opciones y que la bacteria del suelo que se emplea aquí es tan solo una de las miles de candidatas– liberaría vastos terrenos de la agricultura, permitiendo la reversión al estado salvaje a una escala previamente inimaginable. Una revolución contraagrícola de este tipo sería inmensamente disruptiva; los gobiernos tendrían que apoyar a quienes necesitaran encontrar empleo en otras áreas, con suerte en las nuevas industrias, que tendrían mejores patronos que los de la industria cárnica. Pero el cambio marcaría una era: “A la era de la Extinción le sucedería la era del Regénesis”.

Para Monbiot, es necesario reconocer que la agricultura es la principal causa de la destrucción ecológica

Monbiot se ocupa de los obstáculos de diverso tipo que surgirán en el inicio de esta nueva era. Entre ellos se hallan las mistificaciones pastorales, tan imbricadas en la cultura occidental, el énfasis de la cultura gourmet contemporánea en la autenticidad, la incultura matemática de muchos activistas medioambientales y su insuficiente énfasis en el rendimiento. El nuevo movimiento tendrá que reconocer que la agricultura es la principal causa de la destrucción ecológica y juzgar cualquier sistema nuevo en virtud de tres criterios: 
¿produce más alimentos con menos cultivos?, 
¿quién los controla y posee?, 
¿los alimentos que produce son saludables, baratos y accesibles?.

En la estampa final, de nuevo en su parcela, golpeada por una helada intempestiva, Monbiot reflexiona sobre las frustraciones del activismo medioambiental: “Recogemos las pruebas, explicamos el problema, proponemos una solución y se nos recibe como al doctor Stockmann en la obra de Henrik Ibsen Un enemigo del pueblo: con ira, negación y deshonra”. Sin embargo, el éxito depende de que exista un movimiento preparado para el momento en el que se abra la posibilidad y su intuición es que, dado el alineamiento de las nuevas tecnologías, la fragilidad sistémica y el creciente desasosiego de la gente, “pronto nos encontraremos, creo, con un momento para que las condiciones cambien”.

Monbiot probablemente sea el periodista medioambiental británico más conocido. Netamente situado en la izquierda y partidario de la independencia escocesa, galesa y norirlandesa, ha mostrado su apoyo diversamente al Partido Verde, al Plaid Cymru, a los Liberal-Demócratas y al Partido Laborista de Corbyn. Estudiante de zoología en Oxford a principios de la década de 1980, empezó su carrera en la bbc, trabajando en la unidad de historia natural, y sus primeros libros –Poisoned Arrows (1989), Amazon Watershed (1991), No Man’s Land (1994)– eran relatos en primera persona de los abusos ecológicos y de los derechos humanos en Papúa Occidental, Brasil, Kenia y Tanzania. Columnista en The Guardian desde 1996, ha escrito extensamente sobre ecología, política y temas sociales y ha figurado en documentales y programas sobre temas de actualidad. Otros de sus libros destacados son Heat (2006), que versa sobre las soluciones a la crisis climática; Feral (2013), sobre la resilvestración, y Out of the Wreckage (2017), que defiende una “política de la pertenencia”. Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta, con su mezcla de historia, reportaje y activismo, con sus cambios de registros y énfasis, encaja perfectamente con su obra anterior. ¿Cómo deberíamos, pues, valorar este libro?

Monbiot tiene razón al argumentar que la “carnificación” de las dietas impulsa un ciclo destructivo.

Deberíamos empezar por agradecer la atención que el libro dedica a los efectos de la industria ganadera intensiva, detallando los problemas para deshacerse de los residuos, el abuso de los antibióticos, las enfermedades zoonóticas, la “expansión agrícola” masiva de los productos químicos y los monocultivos mecanizados de soja y maíz destinados a la alimentación de los animales confinados en macrogranjas. Monbiot tiene razón al argumentar que la “carnificación” de las dietas impulsa un ciclo destructivo. La carne, los lácteos y los huevos se vuelven relativamente baratos mediante la externalización de sus costes ecológicos; el aumento del consumo alimenta los beneficios que impulsan la expansión y la profundización del sistema. El libro contribuye también a fomentar la alianza de los movimientos climáticos con las luchas contra la destrucción ecosistémica. Aunque la biodiversidad y el calentamiento global fueron ambas convenciones fundacionales de la Cumbre de la Tierra de la onu celebrada en Río en 1992, las políticas sobre el clima hace tiempo que han dejado de lado la biodiversidad en parte debido a la necesidad de combatir el negacionismo bien financiado de las compañías de combustible fósil. Los académicos y activistas que se oponen a los procedimientos de la ganadería intensiva llevan tiempo argumentando que la transformación de la agricultura –actualmente gobernada por grandes empresas interconectadas que ejercen su control sobre los productos químicos y farmacéuticos, el comercio, las finanzas y, por encima de todo, sobre la genética de semillas y animales– es fundamental para resolver tanto la crisis climática como la ecosistémica. El libro de Monbiot se publica en un momento en el que las grandes corporaciones agrícolas, ellas mismas profundamente implicadas en las industrias de los combustibles fósiles, han empezado a aparecer, finalmente, en las reuniones internacionales sobre el clima y la biodiversidad. La oportunidad de la publicación de Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta resulta incrementada por la participación de Monbiot, junto con Extinction Rebellion, en la COP15 celebrada en Montreal, en un movimiento denominado Reboot Food, que apoya el programa descrito en el libro.

Como los anteriores libros de Monbiot, este se propone popularizar un tema complejo (en un momento, afirma, que ha leído tanto sobre la composición del suelo que podría haberse graduado, aunque tiene la sensación de que apenas ha empezado a arañar la superficie). Pero captar el cuadro completo de su razonamiento y de sus implicaciones sigue siendo, no obstante, un desafío. Hay temas importantes que no se abordan. ¿Cómo, por ejemplo, podrían responder las innovaciones de los diferentes granjeros que se describen en el libro a la llamada a la acción también contenida en el mismo? Monbiot no nos aclara cómo podría abastecer Tolhurst a una población más amplia que la de su vecindad, cómo podría acceder rápidamente a una tierra fértil y bien situada, ahora que está menguando, cómo podría competir con las ofertas del supermercado de productos exóticos y fuera de temporada, ni qué sucedería a quienes trabajan en esas explotaciones de Kenia, México y otros lugares, contratados para proporcionarlos. A la inversa, deduce que la granja de cereales mixtos de Wilkinson es “bella” pero “no correcta”, porque su rendimiento es insuficiente. Pero Monbiot no logra explicar cómo se mide ese rendimiento, ni tampoco cómo los cambios en las subvenciones y las políticas existentes, así como la contabilización de la totalidad de los costes o de las rentas garantizadas, podrían alterar los precios relativos y la asequibilidad.

En segundo plano afloran temas más generales. Un ejemplo al respecto es la cuestión del estiércol, ¿cómo se adaptaría un sistema de producción alimentaria a la erradicación de la ganadería? A pesar del tributo inicial a la tierra, el libro evita el tema de su renovación, respecto a la cual todos los ejemplos proporcionados por Monbiot, con la excepción de Tolhurst, se apoyan en una pequeña cantidad de animales domésticos, que van desde las gallinas que merodean y los peces que comen insectos hasta, dependiendo de la bioregión, animales de pasto de mayor tamaño; Monbiot no menciona el rebaño de bisontes nativos que vive en The Land Institute. Tiene razón al decir que, en manos de la agricultura industrial, el estiércol se ha convertido en un elemento contaminante, pero el estiércol procedente de animales sanos, locales, entre los que se puede potencialmente incluir a los seres humanos, es una cuestión diferente. Lo mismo puede decirse de las fuerzas estructurales e históricas más generales. Monbiot da por sentadas las subvenciones a los productos agrícolas y las instituciones que respaldan el complejo de macrogranjas y monocultivos que los alimentan; al igual que desdeña la geografía de la especialización y el comercio, tratándolas no como constructos políticos, sino como obstáculos inamovibles respecto a un sistema alimentario local, inclusivo y diverso.

Las dietas se han modificado varias veces, siempre en relación con los patrones cambiantes de las clases y de la acumulación de capital

El cambio en la dieta, incluyendo la carnificación y los alimentos ultraprocesados, se entendería mejor en el contexto de los regímenes alimentarios históricos. Las dietas se han modificado varias veces, siempre en relación con los patrones cambiantes de las clases y de la acumulación de capital. Monbiot tiene razón cuando dice que el complejo monocultivo-ganadero surgió en el seno de un régimen alimentario establecido por la hegemonía estadounidense de posguerra, pero el bloque social que la sustentaba se derivaba en realidad de una clase creada por el régimen anterior dominado por la Gran Bretaña imperial. Su agricultura hereda la lógica de los plantadores coloniales que crearon las plantaciones de azúcar en el Caribe, roturando las complejas selvas durante mucho tiempo moldeadas por los pueblos arahuacos e importando la caña de azúcar, una planta asiática, para que allí la cultivara y cosechara una mano de obra esclava. En su libro Changes in the Land (1983) William Cronon documentó cómo las ideas puritanas del jardín del Edén –un imaginario explícitamente invocado por el título del libro de Monbiot– distorsionaron las percepciones del lugar que los colonizadores llamaron Nueva Inglaterra. Percibieron a las tribus abenakis como primitivas en un paraíso en el que abundaba la caza mayor, los bosques proporcionaban muchos estupendos productos para comer y las tierras eran fértiles para el cultivo del maíz. El paraíso se deshizo cuando los colonos dividieron y vallaron la tierra, porque no entendieron que las poblaciones indígenas practicaban lo que hoy se llamaría agroforestería, atrayendo a los venados a lugares específicos.

Más hacia el oeste en la línea fronteriza, el Estado expansionista del siglo XIX y el capital ferroviario fueron incapaces de concebir las praderas americanas como unos enormes pastos para decenas de millones de bisontes moldeados por la población lakota, cuyas formas de vida estaban intrincadamente unidas a la multitud de plantas y animales de las llanuras. A partir de la década de 1870, los granjeros europeos que se asentaron en las praderas, ahora ya despejadas de su población nativa, de sus plantas y de sus animales, practicaron una agricultura de exportación basada en el cultivo de cereales y en el ganado bovino, que se convirtieron en nuevos productos naturales incorporados a la economía mundial. El régimen de monocultivo-ganadería del periodo de posguerra descrito por Monbiot se conformó mediante precios subvencionados para productos concretos, especialmente el maíz y la soja, cuyos campos crecieron a la par de las industrias de alimentación de ganado, sustituyendo a la paja y el heno como alimento para el ganado bovino, porcino y aviar ahora estabulado. Un resultado de ello fue la inmensa reducción de número de explotaciones agrícolas; los subsidios recompensaban la producción a gran escala de monocultivos, lo que impulsaba a los operadores de mayor tamaño a concentrar las granjas de sus vecinos. Las operaciones agrícolas ampliadas se convirtieron con el tiempo en oportunidades de inversión; los inversores, y no tanto los granjeros, se embolsaban los subsidios. Una de las hojas de la tijera eran las grandes empresas químicas y de maquinaria, que vendían los insumos necesarios para reemplazar la fertilidad y los controles naturales de plagas y enfermedades que se habían perdido con la consolidación de los monocultivos. La otra hoja comprendía a las gigantescas industrias de procesado alimentario que monopolizaban las compras.

El régimen alimentario ha ido de crisis en crisis desde la Cumbre Mundial del Hambre de 1974

El complejo ganadero apuntaló un enorme aumento del consumo de productos cárnicos y lácteos, a la vez que proporcionaba los insumos colaterales del maíz y la soja, que pasaron de las industrias de alimentación para el ganado a las industrias alimentarias capitalizadas. Las mercancías comestibles que proliferaron en las estanterías de los supermercados combinaban estos productos derivados con productos químicos hasta entonces no consumidos por los seres humanos y amablemente denominados “aditivos”. Los supermercados, a su vez, arrinconaron a las carnicerías, fruterías y panaderías locales, lo cual modificó las dietas. Se centraron no solamente en la carne y los lácteos, sino también en los nuevos alimentos ultraprocesados. Los ingredientes sustituibles se agruparon en categorías inventadas de “almidones”, “grasas” y “edulcorantes”; las etiquetas nutricionales detallaron las proteínas, las calorías, las vitaminas, etcétera en minúsculas etiquetas, mientras que los productos de la granja, como el brócoli, se convirtieron en añadidos que ahora figuraban en la cara visible del paquete para invocar el espíritu de las cocinas clásicas.

Un puñado de megacorporaciones y sus laboratorios estarán en disposición de controlar las nuevas fuentes de proteínas

Ahora se está produciendo un cambio ulterior, procedente de un régimen alimentario que ha ido de crisis en crisis desde la Cumbre Mundial del Hambre de 1974. Una y otra vez los capitales agroalimentarios fueron rescatados por los Estados más potentes, arrinconando a los países más débiles y vulnerables y a los movimientos sociales. El papel de los Estados y de las organizaciones supraestatales está en buena medida ausente en Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta, pero sería complicado exagerar el impacto sobre la agricultura mundial de los programas de ajuste estructural del fmi, que obligaban a los países endeudados a maximizar las cosechas para la exportación, incrementando así el precio de los ingredientes de las cocinas locales. Las dietas pobres y las inhumanas condiciones laborales trajeron la inseguridad alimentaria a las poblaciones locales y las hicieron vulnerables ante las enfermedades. Ahora las industrias de alimentos ultraprocesados dirigen la persistente lógica de la incorporación de nuevos productos a la economía mundial. A medida que los ingredientes se vuelven cada vez más sustituibles, el último producto agrícola incorporado a esta (después del tabaco, los cereales, el ganado, el maíz y la soja) es la plantación de palma. El aceite de palma, primero cultivado domésticamente en África Occidental, se trasplantó a Asia a partir de la década de 1990. Las pequeñas explotaciones africanas aún plantan la palma dentro de una matriz de bosques y campos y continúan usándolas para sus necesidades culinarias y culturales. Las plantaciones de palma de Malasia e Indonesia proveen aceites aún más baratos para los alimentos ultraprocesados, después de roturar bosques tropicales y acabar con los seres vivos que los habitan. Contratan como mano de obra a quienes históricamente conformaron estos hábitats específicos. Las plantaciones de palma ahora han regresado a África, donde amenazan la agroforestería tropical.

La falta de atención a las relaciones de poder es especialmente evidente en el planteamiento de Monbiot sobre las proteínas y las grasas, respecto a las que pide básicamente que los movimientos medioambientales se alineen detrás del subsector emergente del capital riesgo atento a la producción de proteínas de laboratorio. Festeja las posibilidades –“limitadas únicamente por nuestra imaginación”– sin comentar el cambio de la evolución de las formas de cocinar guiadas por la experiencia y el deseo a otras guiadas por el interés de grupos empresariales. E ignora al sector líder de las “alternativas a la carne” –la carne celular– con el desplazamiento de la tecnología, de la química a la genética. Todo ello se adecúa al desplazamiento de la fuerza impulsora del libro. La protección de los suelos del mundo acaba subsumida en el objetivo de abolir la industria cárnica y láctea; el veganismo, más que la preservación, se convierte en el motor de la argumentación. Detrás de Solar Foods, pronto se descubre un abanico vertiginoso de empresas recién creadas, de emisiones de acciones y de absorciones y adquisiciones de empresas públicas y privadas dedicadas al diseño genético y la manufactura de proteínas, entre ellas Bayer, dueña de Monsanto, y Exxon, que está investigando la fermentación microbiótica para fabricar biocombustibles. A este subsector le interesa trasladar sus tecnologías desde los márgenes al centro de los mercados alimentarios, lo cual tendrá como resultado que un puñado diferente de megacorporaciones y sus laboratorios estarán en disposición de controlar las nuevas fuentes de proteínas del mundo a partir de una base genética aún más endeble. Cuesta entender que un desarrollo así sea algo distinto de la extensión de la dieta estándar global.

Hoy la comida barata son las pastas precocinadas y las pizzas congeladas, mientras que los ricos comen productos frescos orgánicos

Lo que el concepto de Monbiot no tiene en cuenta es que, en realidad, se trata de una dieta de clase, lo cual no es nada nuevo. El azúcar colonial proporcionó consuelo a la población londinense empobrecida durante el siglo XVIII; Engels describía la dieta de la clase obrera de Manchester durante la década de 1840 como lo que quedaba en los mercados que la clientela con más dinero había frecuentado a primera hora del día. Mientras que antaño la gente pobre consumía menos carne y de peores cortes que la gente rica, hoy la comida barata son las pastas precocinadas y las pizzas congeladas, mientras que los ricos comen productos frescos orgánicos, cuyos elevados precios son el resultado de su existencia en los márgenes de la agricultura predominante liderada por las megacorporaciones agrícolas y ganaderas. Esta división dietética de clase solo puede agrandarse a medida que la producción alimentaria industrial desplace a los productos agrícolas. Monbiot tiene la esperanza de que pueda evitarse la conquista de este nuevo sector por parte de las grandes corporaciones, pero suena como un deseo ingenuo. No explica cómo podrían imponerse realmente leyes antimonopolio o límites a la propiedad intelectual. La ciencia ficción ya nos ha advertido de esta posibilidad futura. La película de 1973 Soylent Green (Cuando el futuro nos alcance) describe un futuro distópico –en 2022 ni más ni menos– en el que los habitantes de Nueva York ingieren únicamente galletas de soja y lentejas manufacturadas en una fábrica pantagruélica; no pueden ni imaginar el sabor de la carne o de las fresas, restringidas a una minúscula élite que puede permitirse sus precios exorbitantes.

Detrás de las causas de la soberanía alimentaria y la agroecología se halla quizás el movimiento social más importante del mundo

En Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta la democracia y el poder corporativo se relegan a un segundo plano. ¿Cómo explicar esto? Monbiot tiene un historial de posturas poco ortodoxas. Podríamos traer a colación su defensa de la energía nuclear: opuesto a ella en un primer momento, rompió con buena parte del activismo verde en 2011 por su apoyo a la misma. Igualmente resulta sorprendente que a diferencia de su entusiasmo por el subsector de la alimentación industrial “no cultivada en explotaciones agrícolas”, Monbiot descuide o rechace a quienes sería esperable que respaldara. Detrás de las causas de la soberanía alimentaria y la agroecología se halla el que probablemente sea el movimiento social más importante del mundo. Vía Campesina es una organización de pequeños agricultores fundada en 1992 para protestar contra la incursión de la Organización Mundial del Comercio en la agricultura, que defiende los derechos sociales y culturales al tiempo que la prosecución de objetivos medioambientales. Entre sus miembros se cuenta el Movimiento dos Trabalhadores Rurais Sem Terra brasileño, la Alianza por la Soberanía Alimentaria en África (AFSA) y muchos otros movimientos locales. Vía Campesina lucha para defender los paisajes bioculturales contra el capital extractivo y sus Estados cautivos. Los miembros de la AFSA han logrado promover leyes que combinan el derecho consuetudinario con la protección de los derechos de las mujeres, la infancia y la juventud. Organizaciones de pequeños agricultores como estas buscan defender las ecologías y las culturas de sus territorios amenazados por los poderes corporativos de la minería y la extracción de madera, así como por los monocultivos. Las personas que lideran estos movimientos, que defienden el agua y la tierra, son cada vez más víctimas de asesinatos.

Vía Campesina y sus aliados han logrado una serie de victorias ante la ONU y la FAO

En los últimos años, Vía Campesina y sus aliados han logrado una serie de victorias ante la ONU y la FAO en las que se han adoptado principios agroecológicos por diversos comités. El Grupo Forest Tenure Funders adjudicó 1.700 millones de dólares en la COP26 para apoyar los derechos de las poblaciones indígenas y la salvaguarda de los bosques. Ahora Francia está pidiendo el reconocimiento de las tierras renovadas mediante buenas prácticas agrícolas como sumideros de carbono y presiona a la Unión Europea para que apoye la agricultura saludable, incluyendo la agroecología. Naturalmente, siempre existe el peligro de la apropiación. “Smoke and Mirrors”, un informe del Panel de Expertos Independiente sobre Sistemas Alimentarios Sostenibles apunta que términos como “soluciones basadas en la naturaleza” y “sostenibilidad” están siendo utilizados para esquivar las críticas. Como sus aliados del sector de los combustibles fósiles, el capital agroalimentario se apropia rápidamente del lenguaje que lo critica. La industria pesticida, experta en propaganda, hoy se denomina CropLife.

Monbiot justifica su marginación de este movimiento global por sus bajos rendimientos. Quienes promueven la agroecología y la soberanía alimentaria, defiende, a menudo son “ciegos ante el rendimiento” y olvidan que “es imposible alimentar al mundo con una agroecología de bajo rendimiento”. Aquí y en otros textos, Monbiot se basa en una agronomía, cuyo compromiso con la modernización de la agricultura aplica criterios de eficacia estrechos, que favorecen las cosechas únicas en campos homogéneos, lo cual le lleva a cuantificar inadecuadamente buena parte de lo que es realmente importante para los sistemas naturales. Los criterios del “mayor rendimiento en la menor cantidad de tierra posible” se aplican únicamente en campos en los que se cultiva un único producto: el rendimiento es mucho más difícil de calcular en sistemas de cultivos mixtos, especialmente en los integrados en el seno de las dinámicas de ecosistemas específicos, ya sean bosques, marismas o praderas. Monbiot reconoce a medias que “a veces los rendimientos de la agroecología son mayores que los de la agricultura convencional”, si se tienen en cuenta la totalidad de los factores, y menciona de pasada los éxitos cosechados en la India y Malawi. Pero seguir este hilo socavaría sus prescripciones.

Las consecuencias ecológicas y para la salud de reemplazar las granjas mixtas por monocultivos están bien documentadas. Estas incluyen la pérdida de “servicios ecológicos” procedentes de los bosques talados y la desaparición de las cosechas que fijan el nitrógeno, del estiércol animal, de las plantas de hoja verde y de los insecticidas fabricados a base de plantas. Todos estos elementos son sustituidos por fertilizantes y pesticidas químicos, así como por maquinaria, como en el caso de los pozos que extraen agua del subsuelo para que las cosechas sean más fiables que si dependieran de la lluvia… hasta que esta se gasta. A ello se añade la contaminación que tan bien describe Monbiot. La gente desplazada por los monocultivos pierde acceso a los alimentos locales. En la India, la Revolución Verde, que fue el origen del argumento de la preservación de la tierra, que adoptan determinados conservacionistas incluyendo a Monbiot, hizo que las lentejas fueran más caras que el arroz y dejó a la gente sin proteína vegetal. También se les privó de verdura (redefinida como hierbas) y de los productos del bosque, que proporcionaban vitaminas, minerales, pienso para animales y medicinas tradicionales. El primer déficit nutricional del que se informó ampliamente después de la Revolución Verde fue el de vitamina A, que causa ceguera. Por supuesto, esto puede remediarse con suplementos: el capitalismo siempre vende soluciones para los problemas que crea. Sin darse cuenta, Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta nos lleva de vuelta a la lógica del sistema agrícola global que buscaba subvertir.

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Este texto se publicó originalmente en New Left Review.

jueves, 20 de octubre de 2022

Somos malos, ‘semos’ agricultores.

Para algunos no somos ni suficientemente campesinos ni suficientemente cultivados. 
Nos ven como un lodo, como una mezcla de líquidos por decantar

Manifestantes en defensa del mundo rural en Madrid, el 20 de marzo

Este verano he asistido en Twitter a un festival de odio contra eso que vamos a llamar, en aras de abreviar las frases, agricultores
Aunque la red social del pájaro azul no representa la realidad (no veo a mucha gente con capa y florete por la calle), sí es un buen medio para tomarle el pulso a la izquierda cibernética, puesto que muchas de sus cabezas visibles adoptan a diario posturas vehementes sobre múltiples asuntos. Queramos o no, la cultura del esfuerzo a veces funciona con la gente vocinglera y cansina. Y, así, resulta que los que invierten cientos de horas en impartir doctrina web acaban al final marcando tendencia, dibujando el clima de prejuicios con el que inevitablemente nos enfrentamos a los temas políticos, sobre todo a los que no conocemos de primera mano.

El paseo por algunas de esas cuentas y sus comentarios más glosados nos muestra un preocupante desprecio, cuando no clasismo rampante u odio explícito hacia el colectivo de agricultores, ganaderos y trabajadores de la tierra por cuenta propia. Muchas veces esos ataques vienen de parte de personas a las que considero, sin ambages, compañeros de trinchera, así que a mí me dan unas ganas terribles de llorar. No sólo porque sea injusto, como lo son todas las olimpíadas morales que establecen los que se creen ilustrados, sino porque sé que los que pisan la tierra huelen ese desprecio a la legua (estamos entrenados desde chicos para detectar el listosplaining) y están virando en masa hacia la derecha tóxica. Existen otros motivos y más profundos que explican ese viraje, lo sé, pero haríamos mal en subestimar el poder del sentimiento de abandono como movilizador de voluntades electorales. Es fácil irse con el único que no cuestiona permanentemente tu forma de vida, aunque su proyecto político vaya contra la vida en mayúsculas. Es fácil irse con quien no cuestiona tu ética desde sus rutinas cosmopolitas y consumistas. Es fácil y yo, si me perdonan, hasta lo comprendo, aunque lo sufra con las carnes abiertas.

   Los motivos y los despliegues de ese desprecio hacia agricultores y ganaderos siguen caminos inescrutables, cuya cartografía nos obliga a mezclar hipótesis políticas y sociológicas con otras más psicoanalíticas, porque de lo contrario, no se entiende. Algo de eso debe haber en la génesis de imágenes distorsionadas, criminalizaciones baratas y leyendas urbanas sobre los agricultores, además de una buena dosis de clasismo barato, concepto que depreda también las mentes de los que dicen luchar contra las desigualdades sociales. El clasismo no bebe sólo de la fuente del dinero. Un buen diván pondría de manifiesto que aquellos que han contaminado medio mundo con sus viajes iniciáticos consideran a los de pueblo como seres más brutos. El formidable resurgimiento de la palabra “cateto”, insulto del que creíamos habernos liberado tras el invierno nuclear del desarrollismo franquista, isidoro y aznarino, da buena cuenta de ello.

El moderno desprecio del campo a menudo se fundamenta en una herida que algunos usan como látigo. Para esos que se las dan de marvins harris de la vida, ni siquiera podemos denominarnos campesinos, “porque habéis dejado de serlo”. Nos niegan la identidad y la conciencia de sujeto colectivo al tiempo que nos castigan por ello. La gente del agro ha dejado de ser lo que era, cierto, pero ha cambiado en la misma medida en que lo ha hecho la gente del asfalto, ha introducido modernas técnicas de laboreo por influjo de la mano invisible que a todos nos acogota, ha abrazado el capitalismo con similar pasión inconsciente y se ha disgregado como casi cualquier grupo social. Pero no por ello deja de tener algunas pulsiones distintivas y una historia socioeconómica común. Tener tractor en lugar de mula nos convierte, si acaso, en un tipo de campesinado específico del primer mundo que debería merecer la misma curiosidad intelectual que las sociedades campesinas tradicionales (recomiendo a este respecto el epílogo del Puerca Tierra de John Berger o el soberbio Vidas a la intemperie de Marc Badal). En lugar de eso, nada: para algunos no somos ni suficientemente campesinos ni suficientemente cultivados. Nos ven como un lodo, como una mezcla de líquidos por decantar.

Para mi sorpresa, me he enterado de que no todos los trabajadores del medio rural son igual de ladinos, no. He leído algún hilo donde una docena de tuiteros dejaban claro que los pescadores son diferentes, menos agresivos, más respetuosos. “No se les puede meter en el mismo saco”. Ante tamaña categorización moral, investigué un poco y encontré chicha: la inmensa mayoría de pescadores viven en eso que algunos llaman naciones históricas o pueblos con no sé qué características propias (quiten Cantabria, si acaso), así que en el desprecio al campo también subyace, cómo no, un odio a todo lo que parezca de interior y, por tanto, muy español. Yo también desearía que mis colegas de la tierra tuvieran el mismo sentimiento nacional que los topillos del huerto, pero no podemos juzgar a la gente por la bandera con la que le han enseñado a arroparse.

Por si fuera poco, el campesino español parece que tampoco atesora capital simbólico para la izquierda, como sí lo tienen los mineros, por poner un ejemplo. Debo reconocerles que los agricultores envidiamos el cariño, las excepciones y las tragaderas que merecen los mineros. A estas alturas, no vamos a reivindicar ya como propios los hitos del campo contestatario (las colectivizaciones agrarias antes y después del golpe de Estado), pero agradeceríamos, al menos, que fueran tan comprensivos con nuestras subvenciones. A los ya míticos ataques del nacionalismo periférico contra el PER, se suma ahora un creciente enfado por las ayudas de la PAC. Desconocen, ignorantes, que la PAC no sólo sustenta a duras penas a un sector económico clave al borde del colapso permanente, sino que también contribuye a abaratar los precios de productos de excelente calidad que ellos llevan a su mesa tres veces al día. Las subvenciones, en muchos casos, suponen de facto un trasvase de renta hacia el consumidor, que no paga lo que cuestan de verdad las cosas, mientras que el agricultor mantiene los mismos márgenes de beneficio, haya subvención o no. El aumento de calidad de vida y de los índices de salud ligado a la mejora de la dieta en la Europa reciente se debe en buena medida a la implementación de un sistema injusto que empobrece el campo para nutrir las ciudades. Las subvenciones conforman la estructura metálica de este chiringuito, compañeros. Muchos productos agrarios tienen más valor de uso que valor de cambio porque se producen al albur de ese totalitarismo que es el mercado libre. Otra cuestión insoslayable es que la PAC infla las cuentas, básicamente, de las grandes fortunas, pero da igual: el que odia al agricultor va a Twitter y nos llama subvencionados, apesebrados, mantenidos. Y se mete una tosta con aceite virgen extra de 3 míseros euros el litro entre pecho y espalda.

Tampoco entiende alguna gente que no nos hagamos agricultores ecológicos o en extensivo, circunstancia que provoca verde indignación. No comprenden –¡lógico!– que no queramos ser terratenientes, el tipo de agricultor respetuoso con el medio ambiente por excelencia. Sin ánimo de generalizar, en el sitio del que vengo la mayoría de las explotaciones extensivas y/o ecológicas pertenecen a grandes capitales o a neorrurales con capital heredado, snif, ¡quién pudiera! La tierra es cada vez más cara y las explotaciones respetuosas a las que debemos tender requieren a menudo (para ofrecer al agricultor las mismas cuatro perras) extensiones superiores de un bien escaso y costosísimo o inversiones tecnológicas u horas de trabajo a las que la mayoría de catetos no podemos aspirar. En consecuencia, los agricultores seguimos ganando el pan con el sudor de nuestros usos antinaturales, así que merecemos el desprecio de aquellos que declinan entender el porqué de las cosas.

Por si fuera poco, el verano siempre es buena época para culpar de los incendios a los oscuros intereses agrarios, porque han descubierto que queremos plantar soja en los pinares quemados como hacen en el Amazonas. También es tiempo para que gente que censura el consumo de leche o de chuletillas de cabrito reclame rebaños de cabras limpiadores del monte. La solución ha de ser entonces, digo yo, un montón de cabras montesas funcionarias introducidas a la fuerza en bosques impropios. O millones de venados, de esos que luego se te tiran en la carretera comarcal contra el coche nuevo que has comprado con tu inocente trabajo cognitivo.

Con el calor también se nos recuerda que los agricultores excavamos muchos pozos de sondeo ilegales, cuando lo cierto es que quien tiene pasta, legaliza el pozo, salvo casos flagrantes, porque cualquier normativa ambiental se esquiva legalmente con un par de agrónomos que hagan proyectos gordos. Se da el caso, fíjate qué gracia, de que a menudo son las modernas explotaciones ecológicas (de monocultivo, por ejemplo) las que reciben los parabienes técnicos a disparates ambientales en zonas protegidas. Pero, ¡ay!, el sello verde, qué bien queda en la etiqueta y qué bien blanquea sus muertos.

La criminalización de agricultores y ganaderos actual también está vinculada a las fatigas del lobo, el lince y otros animales, a quienes negamos la vida por unas cosas o por otras. Salvo que sea una invención de mi cerebro infantil, yo juraría haber visto imágenes en televisión de una terrible cosechadora aplastando un nido de perdiz con polluelos. Como aquí estamos a favor de la perdiz, del lince y del lobo (también de los pobrecitos corderos que este se cepilla, de los que nadie se apiada), nos fastidia que esos tópicos alimenten aún más el odio contra los otrora campesinos.

El penúltimo de los asuntos que quería tratar hoy pasa por algo que podría demostrar Tezanos el día que se quiera poner a ello con sus encuestas. Y es que mucha gente se forma su idea de los agricultores sobre la base de una galería de fotos terribles protagonizadas por cazadores, toreros de pueblo, señores a caballo, machotes con patillas y caciquillos en todoterreno. Otra vez más, la herida usada como látigo, la sal escupida sobre la llaga.

Y lo que no falta nunca en las prédicas de internet, para acabar, es ese leit motiv que dice que la gente del campo es muy victimista. “Todo el día quejándose por todo”. Lo indignante del caso no es que haya gente autoproclamada de izquierdas que se moleste por las reclamaciones legítimas, sino que algunos son los mismos que quisieron impugnar el sistema porque su ascensor social no pasaba de la entreplanta, porque sus títulos y sus idiomas de clase media no les servían para no sé qué proyecto utópico que nos iba a beneficiar a todos.

Con estos y otros motivos se está levantando la imagen del perverso agricultor, que no tiene estómago, hijos ni proyecto de vida, sino codicia y tormenta. Esa ficción que algunos andan escribiendo, como toda historia de buenos y malos, también contiene mitos de contraparte. Se trata de una saga de héroes del medio rural protagonizada, entre otros, por ecologistas, veterinarios, guardias forestales, ¡guardias civiles del SEPRONA! y técnicos varios. Pero de ellos, si queréis, hablamos en otra ocasión, porque hoy tengo la tensión alta y el corazón blandito.

*Autor, Pedro Lópeh, Musicólogo especializado en folclore, cultura popular y flamenco. Hombre del campo que escribe y toca el acordeón

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martes, 19 de julio de 2022

De crisis alimentaria en crisis alimentaria

Enfrentamos una crisis de precios, no una escasez de alimentos, por qué será?.

Breadman (Hombre del pan). Foto: Mohanad5ayman, Commons Wikimedia

Mientras el mundo enfrenta una crisis alimentaria cada vez más grave, durante las últimas semanas han aparecido gran cantidad datos y análisis nuevos que nos permiten comprender de mejor manera lo que está pasando y cómo podemos enfrentarlo. 
 
La actual crisis no comenzó con la guerra en Ucrania sino que es el resultado de un conjunto bastante más amplio de problemas. Este incluye, la pandemia del Covid-19 (con su consecuente —y aún persistente— interrupción en las cadenas de suministro a nivel internacional), la crisis climática y la gran especulación en los mercados financieros.
 
En GRAIN hemos elaborado una reseña de las cuestiones más importantes que hemos aprendido:
  • Enfrentamos una crisis de precios, no una escasez de alimentos 
  • Las causas son estructurales y van más allá de la guerra en Ucrania 
  • La especulación, gran parte del problema 
  • Podría generarse una escasez
También hemos aprendido que tenemos soluciones. Esbozamos algunas medidas claves para enfrentar mejor lo relativo a las herramientas financieras, el comercio, la soberanía alimentaria y la necesidad de anteponer el bien público ante todo. 

Leer íntegro el artículo en: https://grain.org/e/6865

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viernes, 15 de julio de 2022

«La agricultura familiar es la que alimenta al mundo en situaciones críticas»

Esa es una de la conclusiones del Anuario de la UPA.
También el papel estratégico de la agricultura y la ganadería familiar 
en la nueva dimensión de la cadena alimentaria.


La organización agraria UPA ha celebrado este miércoles 13 la presentación del Anuario de la Agricultura y la Ganadería Familiar, que edita la Fundación de Estudios Rurales, y la entrega de sus premios 2022, en donde se ha recalcado que «la agricultura familiar es la que alimenta al mundo en situaciones críticas».

Tras dos ediciones atípicas marcadas por la pandemia, la Unión de Pequeños Agricultores y Ganaderos (UPA) ha vuelto a celebrar la presentación del Anuario de la Agricultura y la Ganadería Familiar 2022 en la sede del Consejo Económico y Social, tal y como venía haciéndolo desde el año 1994.

Una publicación que vuelve a acoger voces de expertos, datos y cifras prospectivos y artículos de análisis de la agricultura y la ganadería familiar.

Hasta este escenario, en pleno centro de la capital, se han acercado numerosos profesionales del sector agrario, responsables políticos, personalidades académicas, periodistas y simpatizantes de UPA que han convertido el acto en una jornada de debate plural y reflexión.

MESA REDONDA

“El cambio climático está provocando que desde hace años no tengamos una producción de alimentos global estable”, ha dicho José María Sumpsi Viñas, del Grupo de Alto Nivel de Expertos en Seguridad Alimentaria y Nutrición de Naciones Unidas, durante su intervención en la mesa redonda moderada por el investigador del CSIC y coordinador del Anuario Eduardo Moyano.

Esto, junto con las crisis derivadas de la Covid-19 y la guerra de Ucrania, han marcado los discursos tanto como están marcando las cuentas de resultados de las pequeñas explotaciones agrarias familiares. Algo especialmente preocupante para toda la sociedad si tenemos en cuenta otra cita del experto Sumpsi: “La agricultura familiar es a un país lo que la clase media a la democracia”.

Precisamente, sobre cambio climático ha hablado en la mesa de debate Ricard Ramón i Sumoi, alto cargo de la Dirección General de Agricultura y Desarrollo Rural de la Comisión Europea. Más concretamente, ha explicado cómo la UE ha actuado y pretende actuar ante él para logar la neutralidad de emisiones antes del año 2050 y poniendo en valor los enormes esfuerzos a pie de campo que se piden desde Bruselas.

Otro tema fundamental en la mesa redonda ha sido la igualdad en el sector agrario. Sobre este asunto, Cristóbal Cano Martín, secretario general de UPA Andalucía, ha declarado: “No hay que incorporar a las mujeres, ellas ya están incorporadas. ¿Cómo no van a estarlo? Lo que hay que hacer es visibilizar el trabajo que ya hacen”.

Para conseguirlo, la última participante de la mesa, Elisa Fernández López, vicesecretaria general de UPA Castilla-La Mancha y presidenta de FADEMUR Castilla-La Mancha, ha señalado el Estatuto de las Mujeres Rurales de su región y la Ley de Titularidad Compartida como estrategia.

PREMIOS DE LA FUNDACIÓN DE ESTUDIOS RURALES 2022

Antes de finalizar el acto se hizo entrega de los Premios de la Fundación de Estudios Rurales.

Los Premios Orgullo Rural 2022 recayeron sobre el líder agrario Domiciano Pastor, quien animó a “hablar del campo en positivo”; el influencer rural Rodrigo Carrillo (‘Tractorista de Castilla’ en Twitter), quien lanzó un mensaje similar; y, a título póstumo, la compañera de UPA-UCE Extremadura Isabel Alcalá, cuya familia recogió el galardón.

Tras ellos, ha subido al escenario el actor José Sacristán Turiégano para recoger el Premio de Cultura, Arte y Literatura 2022. Desde el escenario, Sacristán recordó sus raíces y, especialmente, a su padre, “el Venancio”, agricultor de Chinchón.

Después de él ha sido el turno del fotógrafo rural Joaquín Terán Carrasco, quien ha recogido el Premio Especial de la Fundación de Estudios Rurales a una vida dedicada a retratar el campo y sus gentes.

A continuación subió el periodista Xosé Precedo para recibir, en su nombre y en el de su compañero de profesión Xosé Hermida, el Premio ‘Esteban López Plaza’ de Periodismo y Comunicación por su objetividad y principios demostrados en el ejercicio de su profesión.

Este premio ha tenido un segundo galardón este año que ha recaído sobre el programa ‘Surcos’, por ser una ventana a la información especializada y de calidad en Castilla y León Televisión. La estatuilla ha sido entregada a su presentadora y directora, Cristina Carro.

Por último, la eurodiputada Clara Aguilera García ha tomado el micrófono para agradecer el Premio de Política, Economía y Ciencias Sociales. El campo ha querido agradecerle así su trabajo, a todos los niveles, en los foros internacionales de máximo nivel en los que participa.

La celebración ha sido clausurada por Lorenzo Ramos, secretario general de UPA, quien ha destacado el papel de la agricultura familiar para garantizar el suministro de alimentos “a pesar de las dificultades”, como las que causan los que están especulando con el precio de los insumos en el campo; Fernando Miranda Sotillos, secretario general de Agricultura y Alimentación del Ministerio de Agricultura, que ha asegurado que la agricultura familiar es un elemento clave en el futuro de nuestra agricultura; y Pepe Álvarez Suárez, secretario general de UGT, quien ha defendido que proteger la explotación familiar agraria debe ser una “estrategia fundamental” en España.

jueves, 14 de abril de 2022

La sangre es una semilla

La sangre es una semilla
Premio de formato abierto de World Press Photo 2022.
Fotógrafa: Isadora Romero*


A través de historias personales La Sangre Es Una Semilla: preguntas sobre la desaparición de las semillas, sobre la forzada la migración, el racismo, la colonización y sobre la posterior pérdida de ancestral conocimiento.

Durante el transcurso del siglo XX, el 75% de la diversidad genética de plantas agrícolas se perdió a nivel mundial. Una de las principales fuerzas impulsoras de la disminución de la agrobiodiversidad es el impulso del cultivo de monocultivos de variedades modificadas y, a menudo, no nativas, para cultivos de mayor rendimiento.

El video es narrado por el fotógrafo y su padre ( https://www.worldpressphoto.org/collection/photo-contest/2022/Isadora-Romero-OPFA/1)  , y está informado por la memoria del padre, así como por sus propias percepciones de las transformaciones experimentadas por los pequeños agricultores en las últimas tres generaciones. El padre de Romero emigró en 1981 en busca de mejores oportunidades y para escapar de la violencia que vivía Colombia en esos años.

El video está compuesto por fotografías digitales y de película, algunas de las cuales fueron tomadas en película caducada de 35 mm y luego dibujadas por el padre de Romero. En un viaje a su pueblo ancestral de Une, Cundinamarca, Colombia, Romero espera aprender sobre su historia y explorar los recuerdos olvidados de la tierra y los cultivos, y sobre su abuelo y bisabuela, quienes fueron 'guardianes de semillas' y cultivaron varias variedades de papa. . Solo dos variedades de patata se siguen consumiendo principalmente en Une.

Aunque el proyecto es una exploración del pasado, se involucra con técnicas contemporáneas, jugando con los paralelos entre los códigos genéticos y los códigos binarios de las fotografías digitales, para preservar este conocimiento antiguo para el futuro.

Este es un proyecto muy fuerte que aborda un tema de preocupación mundial desde un ángulo personal, reflexionando sobre la pérdida personal. 
A través de la investigación de sus propias raíces y ascendencia, la fotógrafa aborda el borrado violento y estratégico del conocimiento cultural que continúa teniendo consecuencias profundamente arraigadas en las nuevas generaciones, la sociedad en general y la Tierra. 
La combinación de métodos y capas sensoriales (sonido, diseño de código y dibujos colaborativos) construyen un lenguaje claro que es a la vez personal y político. 
El video tiene un buen ritmo y es un gran ejemplo de cómo la categoría de formato abierto es un espacio donde los fotógrafos pueden hacer uso de varios medios de una manera coherente e imaginativa para transmitir una narrativa de relevancia mundial.

El jurado otorgó a este proyecto el premio de formato abierto de World Press Photo porque conecta la pérdida personal del conocimiento ancestral y el patrimonio cultural con el borrado estratégico del conocimiento antiguo y las formas de vida, en un impactante comentario sobre las consecuencias de la pérdida de la agrobiodiversidad global.

*Isadora Romero es una narradora visual independiente ecuatoriana con sede en Quito, Ecuador. Le interesan los temas sociales, de género y ambientales. Sus ensayos visuales, explorando la frontera entre el arte y el fotoperiodismo, buscan diferentes enfoques utilizando diversas herramientas narrativas. Romero es co-fundador de Ruda Colec.

martes, 1 de marzo de 2022

“No debemos aceptar sin más que la agricultura intensiva forma parte del orden natural de las cosas”

 “Europa está tan inundada de estos patógenos industriales como cualquier otra parte del planeta”.
La agroindustria empresarial solo tiene éxito si externaliza los costes de su producción en todos los demás: 
agricultores, consumidores, gobiernos, animales de granja, fauna local… 
Todos absorben los costes y los daños de la producción para que estas empresas puedan obtener beneficios. 
Una laguna de estiércol estalla y produce una muerte de peces en un río local. 
¿Quién paga? La empresa no
En el mejor de los casos suele recibir una pequeña multa, si es que la recibe. 
Los millones de euros en daños y limpieza los pagan los vecinos y 
los gobiernos de todas las jurisdicciones, desde la ciudad local hasta la Unión Europea.


Investiga la propagación geográfica y la evolución de los agentes patógenos en el sector de la agroindustria. ¿Qué hemos aprendido, por ejemplo, de la gripe aviar o la covid-19 en este sentido?

Con la pandemia de los dos últimos años aprendimos que cuanto más se propaga un patógeno a través de una variedad de entornos, más rápida y prolífica es su evolución. Hemos asimilado que, con el fuerte aumento del comercio internacional de aves de corral y cerdos, la cría industrial desempeña un papel muy relevante en la propagación de las gripes aviar y porcina, así como de otras enfermedades. Cuanto más se extienden estas gripes, más se promueven nuevas cepas y evolucionan sus  adaptaciones moleculares.

¿Cómo se comportan las distintas cepas de gripe aviar que han ido apareciendo?

Las cepas H5Nx que se propagaron por Europa y EE UU hace un par de años cambiaron de nicho ambiental. Pasaron de golpear zonas de producción extensiva de pollos –características de la producción mayoritariamente minifundista– a lugares de producción intensiva de pollos, poblaciones humanas urbanizadas y horticultura gestionada. Esto significa que estas nuevas cepas parecen estar cada vez más adaptadas a la producción avícola industrial, cerca de los centros urbanos.

El H5Nx también evolucionó para infectar mejor a las aves de corral industriales. La proteína hemaglutinina pasó de unirse específicamente a los receptores de los intestinos de las aves acuáticas, a expandirse hacia los receptores que se encuentran en las gargantas de las aves de corral. Eso significa que el virus podría infectar ahora a una gama más amplia de especies huésped, incluidas las aves de corral que la agroindustria mundial cría por miles de millones. La cría industrial desempeña un papel muy relevante en la propagación de las gripes aviar y porcina, así como de otras enfermedades

¿Es posible la resiliencia ecológica en un contexto como este?

No debemos aceptar sin más que la agricultura intensiva forma parte del orden natural de las cosas, como el oxígeno que respiramos o el suelo bajo nuestros pies. La producción de este tipo impulsa cada vez más la deforestación y la aparición de enfermedades. No encontraremos la resiliencia ecológica hasta que acabemos con la agricultura industrial tal y como la conocemos.

¿Cómo se consigue?

La resiliencia necesita la agrobiodiversidad en la granja de paisajes alimentarios que la producción industrial rechaza por principio. Apoyar una diversidad de ganado y aves de corral en cualquier granja produce los cortafuegos inmunitarios que impiden que los patógenos mortales evolucionen hacia la infectividad y virulencia, y que acaba con toda la base económica agrícola de una región. Sin embargo, la producción industrial depende de la deslocalización de la cría para obtener características morfométricas homogéneas como el crecimiento rápido o mayor tamaño.

¿Cuál es el papel de los agricultores?

Solo se puede producir un paisaje alimentario ecológicamente resistente devolviéndoles la autonomía. Los agricultores deben ser capaces de tomar decisiones sobre lo que es mejor para sus tierras y comunidades.  No encontraremos la resiliencia ecológica hasta que acabemos con la agricultura industrial tal y como la conocemos

En el libro Grandes granjas, grandes virus habla de que el contexto socioecológico y político es fundamental para explicar cómo las grandes explotaciones permiten la proliferación de los virus. ¿Por qué?

Una vez más, no podemos llevar a cabo las prácticas agrícolas que encajonan a los patógenos más mortíferos sin devolver a las comunidades agrícolas locales la toma de decisiones. Estamos hablando de resiliencia socioeconómica comunitaria, de economías circulares, de fideicomisos de tierras comunitarias, de redes cooperativas de suministro integradas, de justicia alimentaria, de reparaciones y de revertir traumas históricos de raza, clase y género.

En contraposición con la agroindustria.

Esta depende de la transformación de las agriculturas en economías industriales, convirtiendo la tierra y la comunidad en mercados de escala, organizados en torno a los beneficios que se obtienen en sedes corporativas a cientos de kilómetros de distancia. Si queremos impedir la aparición de patógenos, en primer lugar, hay que retroceder más hacia lo que se denominan economías naturales. Tales sistemas solo funcionan cuando se permite a los lugareños ajustar la estrategia agrícola y la planificación regional a las realidades de la tierra y de la mano de obra en tiempo real, en lugar de mantenerlo para los intereses de los beneficios corporativos trimestrales.

¿Qué ocurre con el bienestar animal?

Los animales de granja se tratan como clases de activos sujetos a volatilidades de precios. En consecuencia, la cría, el nacimiento y el desarrollo se inclinan logísticamente para servir primero a las proyecciones de mercado. Las cerdas industriales que están a punto de parir, por ejemplo, son sacrificadas en masa antes o después del parto mediante una histerectomía terminal. Se les retira el útero y se les coloca en cunas húmedas o se les rocía con un antiséptico antes de extraer los lechones de su envoltura uterina.

A continuación, los lechones se aíslan y, en algunos casos, se les induce médicamente a un destete precoz. Estamos hablando de las medidas extremas que toma la agroindustria para evitar cambiar el mismo modelo de negocio que seleccionan muchos de estos patógenos. No podemos estudiar la evolución y la propagación de los microorganismos sin incluir las realidades de los contextos socioecológicos y políticos en los que están evolucionando. Una laguna de estiércol estalla y produce una muerte de peces en un río local, ¿Quién paga? La empresa no. En el mejor de los casos, suele recibir una pequeña multa. Los millones de euros en daños y limpieza los pagan los vecinos y los gobiernos

En el caso de los residuos y los problemas que generan, también señala que son las poblaciones locales las que pagan las consecuencias de este tipo de producción. ¿Cómo podemos hacer para que las industrias contaminantes paguen las consecuencias?

La agroindustria empresarial solo tiene éxito si externaliza los costes de su producción en todos los demás: agricultores, consumidores, gobiernos, animales de granja, fauna local… Todos absorben los costes y los daños de la producción para que estas empresas puedan obtener beneficios. Una laguna de estiércol estalla y produce una muerte de peces en un río local. ¿Quién paga? La empresa no. En el mejor de los casos suele recibir una pequeña multa, si es que la recibe. Los millones de euros en daños y limpieza los pagan los vecinos y los gobiernos de todas las jurisdicciones, desde la ciudad local hasta la Unión Europea.

¿Qué propone entonces?

Devolver los costes externalizados a los balances de las empresas garantizaría que los causantes de los daños pagaran por ellos. Una intervención de este tipo también acabaría con la agroindustria tal y como la conocemos. Y eso no es malo. Hay modelos de producción de alimentos perfectamente razonables y ya bien elaborados que pueden alimentar al mundo y devolver a la humanidad –y a nuestra producción de alimentos– a la matriz ecológica de la que depende nuestra especie.

¿Son soluciones reales?

Sí, si la gente se organiza lo suficiente para actuar en consecuencia. De lo contrario, caemos en la trampa de lo que se conoce como “ecopragmatismo”. No podemos cambiar las cosas a menos que las corporaciones y la clase política que ha comprado estén de acuerdo con ello. Si eso sigue siendo así, todo está perdido. Muchas de las infecciones protopandémicas que ya circulan –las gripes, el ébola, los coronavirus, la gripe porcina africana, etc.– estallarán globalmente, y mucho antes que los cien años que separaron a la gripe de 1918 de la covid-19.

Usted señala que hay varias propuestas para garantizar la seguridad alimentaria con paradigmas alternativos y ambientalmente sostenibles. ¿Cuáles de estas propuestas le parecen más razonables y eficaces a corto plazo?

El tiempo se ha comprimido. La supervivencia a corto plazo requiere ahora pensar a largo plazo. De lo contrario, nos quedamos con el pensamiento que nos colocó en múltiples precipicios medioambientales y epidemiológicos. Llevará tiempo salir de una producción de alimentos dirigida por el capital que está destruyendo el mismo planeta que necesitamos para regenerarlos para muchas generaciones más. La alternativa que mejor funcione depende de una serie de circunstancias específicas de cada comunidad: la disponibilidad de agua, el tipo de suelo, la demografía o temas culturales.

También habla de las diferentes formas de tratar la agroindustria entre EE UU y en Europa. ¿Qué diferencias existen?

Europa se felicita a sí misma por no ser EE UU. Es verdad que este país y China están a la vanguardia de las tecnologías y prácticas de producción industrial -me vienen a la mente los campus de los hoteles para cerdos en China- pero, a riesgo de pintar las cosas con una brocha demasiado gruesa, Europa se esfuerza en gran medida por seguir el ritmo. El continente está tan centrado en orientar las prácticas agrícolas en direcciones que aumentan el rendimiento y reduciendo la agrobiodiversidad que, en última instancia, favorecen la evolución y la propagación de patógenos mortales. Como resultado, Europa está tan inundada de patógenos industriales como cualquier otra parte del planeta.

¿Me puede dar algún ejemplo?

Me viene a la mente es el Grupo Alimentario VION, de propiedad holandesa y alemana, con sede en los Países Bajos, la mayor empresa porcina europea. En contraste con el modelo cooperativo de Danish Crown, en el que los ganaderos son propietarios de la empresa, VION opera con el modelo americano de integración vertical. Es decir, subcontrata la producción a ganaderos de los Países Bajos y Dinamarca. Estas empresas han facilitado la concentración del mercado mediante adquisiciones horizontales de competidores directos.

¿Y de buenas prácticas?

Existen ejemplos de éxito en todo el mundo. La agroecóloga política Jahi Chappell escribió sobre Belo Horizonte, la ciudad brasileña de 2,5 millones de habitantes que desarrolló un sistema alimentario regional. Este método subvencionaba a los agricultores de la periferia para que cultivaran alimentos de forma agroecológica, protegiendo los bosques locales y suministrando a los residentes de la ciudad alimentos nutritivos en los mercados de barrio y en los restaurantes municipales, de los que se eliminaron los intermediarios usureros.

Con el apoyo del gobierno mexicano, los indios zapotecas desarrollaron una silvicultura certificada como sostenible y controlada por la comunidad. El pino de la llanura se vende al gobierno estatal, y los productos acabados, incluidos los muebles, se producen en una fábrica local. La cooperativa oaxaqueña reinvierte sus beneficios en la empresa, en la preservación del bosque y en sus trabajadores y la comunidad local. Así se mantienen las pensiones, una cooperativa de crédito y viviendas para sus hijos que estudian en la universidad.

La Federación de Uniones de Grupos de Agricultores de Níger –con más de 62.000 miembros, más del 60% mujeres y una cooperativa que opera a escala– les ofrece formación, banco de cereales, tiendas de insumos, líneas de crédito, servicios de ahorro, consulta, defensa y radio comunitaria. Antes de esto, al desmantelarse las cooperativas estatales, los agricultores solo podían consumir sus cosechas o venderlas a comerciantes con los que acumulaban enormes deudas.

Son iniciativas esperanzadoras…

Hay muchos más ejemplos de este tipo. Es como si hubiera todo un mundo ahí fuera, aparte de Europa, EE UU y su huella colonial en el mundo. Está claro que, con un gran esfuerzo, estos modelos son algo más que pruebas de concepto localizadas. Pueden ampliarse o, mejor aún, escalarse hasta abarcar el bienestar de millones de personas.


*Rob Wallace, Doctor en biología y pionero en filogenia molecular,  ha centrado sus investigaciones en la evolución y propagación de patógenos y su relación con la economía y la agricultura. Autor del libro “Grandes granjas, grandes virus”, editado en español por Capitán Swing, contrapone las prácticas dañinas de la agroindustria, como los intentos de producir pollos sin plumas, con las de cooperativas, donde hay una implicación de agentes locales y una resiliencia ecológica.

Peligro extremo para los peregrinos en Redecilla del Camino, en todos los cruces con la N-120.

Se veía venir, lo que se observa diario: que algún de los Medios de Comunicación, esta vez de la mano del  Plan Director del Camino de Stgo....