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viernes, 22 de abril de 2016

Un libro para celebrar el Día de Castilla: "Donde la vieja Castilla se acaba: Soria".

Artículo de Raúl Conde,

En la editorial Rimpego 
en el cualquier librería


Quienes consideran que Castilla sigue siendo grande a través de España. 
Quienes aún hoy sostienen estúpidos prejuicios sobre esta tierra de cien veredas. Quienes blanden falsos agravios regionalistas desde la periferia de la Península. Quienes todavía a estas alturas continúan manteniendo el mantra de la centralidad.
Todos ellos deberían leer con detenimiento la prosa de Avelino Hernández.
Y no sólo para solaz del paladar literario, sino porque ayuda a entender el ocaso de Castilla.


Felicidades a todos los Castellanos.
Viva  Castilla y León!

De la Castilla literaria conocemos, sobre todo, el verso machadiano, la retranca barojiana, la herrumbre unamuniana y los andurriales celianos de posguerra. La Generación del 98 prefiguró una imagen entre prístina y dramática de un territorio sumido en la belleza de la soledad. Si Galdós retrató la sordidez mesetaria, los cronistas del desastre engendraron un arquetipo -con una plasticidad excelsa- que aún hoy arrastra la Castilla de militares y campanarios, de estorninos y gorriones, de barrancos y ribazos.

Regresar a los clásicos siempre constituye un ejercicio balsámico. Pero, entre éstos, cabe situar en toda su dimensión a Avelino Hernández (Valdegeña,Soria, 1944-Mallorca, 2003). Curtido en una narrativa fresca y prolija, su figura resurge ahora gracias a la reedición que la editorial leonesa Rimpego ha publicado de Donde la vieja Castilla se acaba: Soria. El libro, editado por primera vez en 1982, permanecía agotado. Su recuperación permite volver los pasos sobre una joya convertida en un tratado de una región que va camino de extinguirse.
La virtud principal del relato de Hernández reside en la viveza y la sencillez con la que explica qué es Castilla a través de la geografía física y humana de Soria. El autor recorrió esta provincia de punta a punta a comienzos de los ochenta. El esfuerzo cuajó en un volumen ahíto de pueblos, villorrios, lugareños, parajes y almuerzos. Todo sin estridencias, con la dosis de lirismo precisa para no caer en la hagiografía rural. Incluso el lenguaje es franco: directo, ameno, salpicado con un léxico que no se alcanza en los corredores urbanos. 
Hernández surcó los barbechos que un día amaron Bécquer, Machado y Gerardo Diego. Escudriñó la Soria de Ucero y la garganta del río Lobos. La Soria de topónimos pétreos y poéticos: Medinaceli, Berlanga, El Burgo de Osma, Almazán, Gómara, Ágreda y la tierra de Pinares.

Una Soria que ya no existe, o que existe de otra manera, moldeada a través de un piélago humano curtido entre leyendas del Moncayo, meriendas con pan y chorizo y pucheros en la trébede. Hasta la arquitectura tradicional, tan bien conservada en algunos enclaves (Calatañazor, Vinuesa), es hoy pasto de la piedra impostada frente a las tainas ringadas del pasado. "Estaba ya preparada la lumbre y en el rescoldo se freían codornices, se cocían cangrejos y se asaban chuletas de ternasco y chorizo de aderezar. Olía el campo a támaras quemadas de zarzamora y enebro. Hacía calor; pero los chopos de la alameda, unidos de siete en siete, cobijaban nuestro encuentro alrededor de la fuente fría".
Donde la vieja Castilla se acaba no es una guía turística, ni un libro de viajes al uso, ni una crónica sentimental del paisanaje. Es un soberbio ejercicio de prosa macerado a través de los resabios cultuales y culturales de la extinta Celtiberia. El autor tilda de "sobrio y agarrado" al soriano y recomienda hablar con todos los aldeanos que uno encuentre en el camino. "No entres por las casonas y bardales. Echa a andar por las eras y aléjate un trecho a mirar el paisaje y a escuchar la soledad y el silencio. Mira la tierra, el cielo y el horizonte en que se funden: el valle cárdeno largo, estrecho, del Arbujuelo; los esteros blancos, casi siempre sin sal, de las Salinas; el reverbero de plata del cauce lento del Jalón recién hecho; Azcamellas, Lodares, Beltejar..."

Pero el retrato que delinea el autor de Silvestrito no se limita a los cantares de gesta del páramo soriano, sino que señala con agudeza la realidad de su sangría demográfica y económica. Cerca de la Tierra del Burgo, recuerda que a quien entonces quisiera levantar la voz por alguna causa -fuera o no noble- apenas podrían responder unos 80.000 sorianos, de los que 30.000 se concentraban en la capital, 25.000 se repartían en diez municipios y 10.000 en otros seis pueblos. El resto correspondían a 166 municipios después de que desaparecieran otros 165 en el último siglo.
"Tocamos a un kilómetro cuadrado para nueve habitantes sobre una media nacional de 75, y es casi todo barbecho y monte lo que nos cabe en suerte", pergeñó. "En Rebollosa estaban abiertas las puertas arrancadas de todas las casas, abandonadas; se habían hundido un muro y el techo de la iglesia. (...) A la izquierda del camino, Modamio, Madruédano y Nograles han dejado de ser municipios y no tardando mucho dejarán de ser a secas. En Pereda, que tampoco casi es, les robaron ya los santos de la iglesia. Y en Mozarejos queda "medio vecino": una viuda y el hijo que cuida las ovejas".
La realidad ha cambiado poco o nada porque Soria sigue siendo una de las reservas espirituales del erial castellano, pero también de la despoblación. De ahí que, cerca de la ribera del Duero, el narrador numantino dejara escrito que a Castilla le sobraron clérigos y derivados, y le faltan mesones buenos y lugares "donde bien comer y holgar". Su receta para el futuro, ya en el 82, consistía en el turismo y el aprovechamiento de las viandas y el vino: "Ignoro el papel que los nuevos hacedores de Castilla atribuyen a todo lo tocante al regocijo del cuerpo. Pero mal irían las cosas si no les asignan un puesto destacado", consignó con lucidez.
Avelino Hernández estudió Filosofía y Letras y Derecho, pero no concluyó ninguna de las dos carreras. Tampoco sus estudios de árabe. Fue encarcelado por la Brigada Político Social y procesado en 1970 por el Tribunal de Orden Público, el órgano judicial represor del franquismo. Nunca orilló su compromiso social, pero con el transcurso de los años fue decantándose por su veta literaria. Escribió casi medio centenar de obras, entre libros de viajes, relatos y poesía. Y, sobre todo, se erigió en el guardián de la memoria rural. 
Julio Llamazares, que firma el prólogo en la edición de Rimpego, considera que Donde la vieja Castilla se acaba es un libro tan enraizado en la realidad como fantasioso. Un clásico de la literatura castellana y española. "Uno de esos libros que nunca mueren porque son vida en estado puro", según el autor de La lluvia amarilla, una obra en gran medida inspirada en los cuentos de Hernández y uno de los pocos títulos del momento que abordan la desertización del campo, la angustia que suscita la pérdida progresiva de la cultura de tierra adentro.
Quienes consideran que Castilla sigue siendo grande a través de España. Quienes aún hoy sostienen estúpidos prejuicios sobre esta tierra de cien veredas. Quienes blanden falsos agravios regionalistas desde la periferia de la Península. Quienes todavía a estas alturas continúan manteniendo el mantra de la centralidad.
Todos ellos deberían leer con detenimiento la prosa de Avelino Hernández. Y no sólo para solaz del paladar literario, sino porque ayuda a entender el ocaso de Castilla. 

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