En el relato
de Monbiot, el alimento de esta dieta estándar global se produce en la
“granja estándar global”. Desde su implantación pionera en Estados
Unidos, el agronegocio ha impulsado una enorme concentración de
producción de megacosechas, sobre todo en este país, pero también en
Brasil, Canadá, Argentina o Francia, bajo la égida de un puñado de
poderosas multinacionales que han doblegado a los productores más
pequeños.
La consecuencia es que los sistemas nacionales de producción
de alimentos se están volviendo menos modulares y más sensibles a los
choques globales: enfermedades, sequías o inundaciones, cuyo impacto se
magnifica por la especulación financiera o por los cuellos de botella de
una frágil cadena de suministros. En opinión de Monbiot, un sistema
complejo empieza a “parpadear” cuando se acerca a un punto de inflexión y
eso es lo que está ocurriendo ahora con el sistema alimentario global.
No sabemos muy bien dónde pueden radicar esos puntos de inflexión o qué
combinación de choques podría desencadenar una ruptura, nos advierte
Monbiot: “De alguna manera necesitamos no solamente reducir las
presiones externas que pesan sobre el sistema, esto es, la crisis
medioambiental y la demanda en aumento, sino cambiar el propio sistema”.
Los sistemas nacionales de producción de alimentos se están volviendo más sensibles a los choques globales
Entonces, ¿cómo podemos alimentar a la población mundial sin destruir
el planeta?
El libro traza un programa radical: Monbiot quiere que
sustituyamos la cría de ganado por polvo proteínico compuesto por una
bacteria fermentada que pueda sustituir la proteína y la grasa de las
dietas humanas, concentrar la producción de alimentos restantes en
enclaves de alto rendimiento y permitir que el resto de la tierra
recupere su estado salvaje. Pero Monbiot es un periodista avezado y
endulza la píldora con entretenidos relatos de experiencias. Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta comienza en la parcela que Monbiot tiene en Oxford, con una oda de cinco mil palabras a un terrón:
La tierra, que antaño entendíamos como
una masa homogénea, se compone de estructuras dentro de estructuras.
Lombrices, raíces y hongos crean terrones pegados con las fibras y los
pegajosos elementos químicos que producen, llamados agregados. Dentro de
estos agregados, los animales diminutos, como los ácaros y los
colémbolos crean terrones aún más pequeños. Dentro de estos, las
bacterias y sus depredadores microscópicos –criaturas que ni siquiera
puedo ver con la ayuda de mi lupa, como tardígrados, ciliados y amebas–
forman unos agregados aún más pequeños […]. Hemos tardado todo este
tiempo en aprehender con propiedad que el sustrato del que dependen
nuestras vidas es una estructura biológica.
La majestad inadvertida del suelo le inspira para “relatar una nueva
historia, una regénesis, sobre lo que comemos y cómo lo cultivamos”. Monbiot procede a detallar el enorme daño medioambiental que ha
producido la agricultura. Empieza junto a su hogar, en su amado río Wye,
que ahora se ha convertido en una “asquerosa alcantarilla” después de
que se permitieran granjas aviares en su cuenca. Después se reúne con
algunos granjeros innovadores: Iain Tolhurst, en South Oxfordshire, que
ha desarrollado un modelo de cultivo de frutales y verduras sin
productos químicos ni productos procedentes del ganado, que evita la
reducción del rendimiento mediante un manejo minucioso de la tierra; Tim
Ashton, de Shropshire, que emplea los métodos “sin arado” para cultivar
cereal, los cuales reducen la destrucción del suelo; Ian Wilkinson,
cuya granja agroecológica experimental en West Oxfordshire, FarmED, ha
creado una “economía circular rentable”. A Monbiot le emociona
especialmente el trabajo de The Land Institute de Kansas, que cultiva
variedades perennes de cosechas anuales, que de otra manera deberían
replantarse cada año, como un pariente del trigo llamado kernza.
Cualquier reconfiguración del sistema alimentario debería tener en
cuenta también las necesidades que debe cubrir. Monbiot traza un vívido
retrato de un banco de alimentos cerca de su casa y de la lucha
comunitaria contra la pobreza alimentaria, lo que le conduce a una
reflexión sobre la relación existente entre la protección medioambiental
y la justicia alimentaria. Las campañas por la soberanía alimentaria,
concluye, deben reconocer la colisión entre la defensa del medio
ambiente y la agricultura, así como el hecho de que la producción local
de alimentos en un país como Gran Bretaña nunca podrá cubrir los
requisitos alimentarios modernos.
Finalmente, Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta aborda
el tema de las proteínas y las grasas. Mientras que los capítulos
anteriores se centraban en los métodos agrícolas alternativos, este se
titula “Farm Free” [Sin cultivo]. Monbiot viaja a Helsinki, donde se
emociona con el trabajo de Pasi Vainikka, director ejecutivo de Solar
Foods, que emplea un procedimiento que inició la nasa en la década de
1960 para producir proteínas mediante la “fermentación de precisión” de
microorganismos, que se reproducen rápidamente en tanques sin necesidad
de la luz del sol por lo que “por primera vez en la historia de la
humanidad […] tendríamos una comida básica que no proceda de la
fotosíntesis”. La poco prometedora papilla amarilla que se bate en los
tanques de fermentación de Vainikka se seca para formar Solein, “una
harina dorada que huele a huevos revueltos”. “Supone –declara con júbilo
Monbiot– el principio del fin de la mayor parte de la agricultura”.
Producir alimento de esta manera –y explica que Solein es solamente una
de las docenas de opciones y que la bacteria del suelo que se emplea
aquí es tan solo una de las miles de candidatas– liberaría vastos
terrenos de la agricultura, permitiendo la reversión al estado salvaje a
una escala previamente inimaginable. Una revolución contraagrícola de
este tipo sería inmensamente disruptiva; los gobiernos tendrían que
apoyar a quienes necesitaran encontrar empleo en otras áreas, con suerte
en las nuevas industrias, que tendrían mejores patronos que los de la
industria cárnica. Pero el cambio marcaría una era: “A la era de la
Extinción le sucedería la era del Regénesis”.
Para Monbiot, es necesario reconocer que la agricultura es la principal causa de la destrucción ecológica
Monbiot se ocupa de los obstáculos de diverso tipo que surgirán en el
inicio de esta nueva era. Entre ellos se hallan las mistificaciones
pastorales, tan imbricadas en la cultura occidental, el énfasis de la
cultura gourmet contemporánea en la autenticidad, la incultura
matemática de muchos activistas medioambientales y su insuficiente
énfasis en el rendimiento. El nuevo movimiento tendrá que reconocer que
la agricultura es la principal causa de la destrucción ecológica y
juzgar cualquier sistema nuevo en virtud de tres criterios:
¿produce más
alimentos con menos cultivos?,
¿quién los controla y posee?,
¿los
alimentos que produce son saludables, baratos y accesibles?.
En la
estampa final, de nuevo en su parcela, golpeada por una helada
intempestiva, Monbiot reflexiona sobre las frustraciones del activismo
medioambiental: “Recogemos las pruebas, explicamos el problema,
proponemos una solución y se nos recibe como al doctor Stockmann en la
obra de Henrik Ibsen Un enemigo del pueblo: con ira, negación y
deshonra”. Sin embargo, el éxito depende de que exista un movimiento
preparado para el momento en el que se abra la posibilidad y su
intuición es que, dado el alineamiento de las nuevas tecnologías, la
fragilidad sistémica y el creciente desasosiego de la gente, “pronto nos
encontraremos, creo, con un momento para que las condiciones cambien”.
Monbiot probablemente sea el periodista medioambiental británico más
conocido. Netamente situado en la izquierda y partidario de la
independencia escocesa, galesa y norirlandesa, ha mostrado su apoyo
diversamente al Partido Verde, al Plaid Cymru, a los Liberal-Demócratas y
al Partido Laborista de Corbyn. Estudiante de zoología en Oxford a
principios de la década de 1980, empezó su carrera en la bbc, trabajando
en la unidad de historia natural, y sus primeros libros –Poisoned Arrows (1989), Amazon Watershed (1991), No Man’s Land
(1994)– eran relatos en primera persona de los abusos ecológicos y de
los derechos humanos en Papúa Occidental, Brasil, Kenia y Tanzania.
Columnista en The Guardian desde 1996, ha escrito extensamente
sobre ecología, política y temas sociales y ha figurado en documentales y
programas sobre temas de actualidad. Otros de sus libros destacados son
Heat (2006), que versa sobre las soluciones a la crisis climática; Feral (2013), sobre la resilvestración, y Out of the Wreckage (2017), que defiende una “política de la pertenencia”. Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta,
con su mezcla de historia, reportaje y activismo, con sus cambios de
registros y énfasis, encaja perfectamente con su obra anterior. ¿Cómo
deberíamos, pues, valorar este libro?
Monbiot tiene razón al argumentar que la “carnificación” de las dietas impulsa un ciclo destructivo.
Deberíamos empezar por agradecer la atención que el libro dedica a
los efectos de la industria ganadera intensiva, detallando los problemas
para deshacerse de los residuos, el abuso de los antibióticos, las
enfermedades zoonóticas, la “expansión agrícola” masiva de los productos
químicos y los monocultivos mecanizados de soja y maíz destinados a la
alimentación de los animales confinados en macrogranjas. Monbiot tiene
razón al argumentar que la “carnificación” de las dietas impulsa un
ciclo destructivo. La carne, los lácteos y los huevos se vuelven
relativamente baratos mediante la externalización de sus costes
ecológicos; el aumento del consumo alimenta los beneficios que impulsan
la expansión y la profundización del sistema. El libro contribuye
también a fomentar la alianza de los movimientos climáticos con las
luchas contra la destrucción ecosistémica. Aunque la biodiversidad y el
calentamiento global fueron ambas convenciones fundacionales de la
Cumbre de la Tierra de la onu celebrada en Río en 1992, las políticas
sobre el clima hace tiempo que han dejado de lado la biodiversidad en
parte debido a la necesidad de combatir el negacionismo bien financiado
de las compañías de combustible fósil. Los académicos y activistas que
se oponen a los procedimientos de la ganadería intensiva llevan tiempo
argumentando que la transformación de la agricultura –actualmente
gobernada por grandes empresas interconectadas que ejercen su control
sobre los productos químicos y farmacéuticos, el comercio, las finanzas
y, por encima de todo, sobre la genética de semillas y animales– es
fundamental para resolver tanto la crisis climática como la
ecosistémica. El libro de Monbiot se publica en un momento en el que las
grandes corporaciones agrícolas, ellas mismas profundamente implicadas
en las industrias de los combustibles fósiles, han empezado a aparecer,
finalmente, en las reuniones internacionales sobre el clima y la
biodiversidad. La oportunidad de la publicación de Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta resulta
incrementada por la participación de Monbiot, junto con Extinction
Rebellion, en la COP15 celebrada en Montreal, en un movimiento
denominado Reboot Food, que apoya el programa descrito en el libro.
Como los anteriores libros de Monbiot, este se propone
popularizar un tema complejo (en un momento, afirma, que ha leído tanto
sobre la composición del suelo que podría haberse graduado, aunque tiene
la sensación de que apenas ha empezado a arañar la superficie). Pero
captar el cuadro completo de su razonamiento y de sus implicaciones
sigue siendo, no obstante, un desafío. Hay temas importantes que no se
abordan. ¿Cómo, por ejemplo, podrían responder las innovaciones de los
diferentes granjeros que se describen en el libro a la llamada a la
acción también contenida en el mismo? Monbiot no nos aclara cómo podría
abastecer Tolhurst a una población más amplia que la de su vecindad,
cómo podría acceder rápidamente a una tierra fértil y bien situada,
ahora que está menguando, cómo podría competir con las ofertas del
supermercado de productos exóticos y fuera de temporada, ni qué
sucedería a quienes trabajan en esas explotaciones de Kenia, México y
otros lugares, contratados para proporcionarlos. A la inversa, deduce
que la granja de cereales mixtos de Wilkinson es “bella” pero “no
correcta”, porque su rendimiento es insuficiente. Pero Monbiot no logra
explicar cómo se mide ese rendimiento, ni tampoco cómo los cambios en
las subvenciones y las políticas existentes, así como la contabilización
de la totalidad de los costes o de las rentas garantizadas, podrían
alterar los precios relativos y la asequibilidad.
En segundo plano afloran temas más generales. Un ejemplo al respecto
es la cuestión del estiércol, ¿cómo se adaptaría un sistema de
producción alimentaria a la erradicación de la ganadería? A pesar del
tributo inicial a la tierra, el libro evita el tema de su renovación,
respecto a la cual todos los ejemplos proporcionados por Monbiot, con la
excepción de Tolhurst, se apoyan en una pequeña cantidad de animales
domésticos, que van desde las gallinas que merodean y los peces que
comen insectos hasta, dependiendo de la bioregión, animales de pasto de
mayor tamaño; Monbiot no menciona el rebaño de bisontes nativos que vive
en The Land Institute. Tiene razón al decir que, en manos de la
agricultura industrial, el estiércol se ha convertido en un elemento
contaminante, pero el estiércol procedente de animales sanos, locales,
entre los que se puede potencialmente incluir a los seres humanos, es
una cuestión diferente. Lo mismo puede decirse de las fuerzas
estructurales e históricas más generales. Monbiot da por sentadas las
subvenciones a los productos agrícolas y las instituciones que respaldan
el complejo de macrogranjas y monocultivos que los alimentan; al igual
que desdeña la geografía de la especialización y el comercio,
tratándolas no como constructos políticos, sino como obstáculos
inamovibles respecto a un sistema alimentario local, inclusivo y
diverso.
Las dietas se han modificado varias veces, siempre en relación con
los patrones cambiantes de las clases y de la acumulación de capital
El cambio en la dieta, incluyendo la carnificación y los alimentos
ultraprocesados, se entendería mejor en el contexto de los regímenes
alimentarios históricos. Las dietas se han modificado varias veces,
siempre en relación con los patrones cambiantes de las clases y de la
acumulación de capital. Monbiot tiene razón cuando dice que el complejo
monocultivo-ganadero surgió en el seno de un régimen alimentario
establecido por la hegemonía estadounidense de posguerra, pero el bloque
social que la sustentaba se derivaba en realidad de una clase creada
por el régimen anterior dominado por la Gran Bretaña imperial. Su
agricultura hereda la lógica de los plantadores coloniales que crearon
las plantaciones de azúcar en el Caribe, roturando las complejas selvas
durante mucho tiempo moldeadas por los pueblos arahuacos e
importando la caña de azúcar, una planta asiática, para que allí la
cultivara y cosechara una mano de obra esclava. En su libro Changes in the Land (1983)
William Cronon documentó cómo las ideas puritanas del jardín del Edén
–un imaginario explícitamente invocado por el título del libro de
Monbiot– distorsionaron las percepciones del lugar que los colonizadores
llamaron Nueva Inglaterra. Percibieron a las tribus abenakis
como primitivas en un paraíso en el que abundaba la caza mayor, los
bosques proporcionaban muchos estupendos productos para comer y las
tierras eran fértiles para el cultivo del maíz. El paraíso se deshizo
cuando los colonos dividieron y vallaron la tierra, porque no
entendieron que las poblaciones indígenas practicaban lo que hoy se
llamaría agroforestería, atrayendo a los venados a lugares específicos.
Más hacia el oeste en la línea fronteriza, el Estado expansionista
del siglo XIX y el capital ferroviario fueron incapaces de concebir las
praderas americanas como unos enormes pastos para decenas de millones de
bisontes moldeados por la población lakota, cuyas formas de
vida estaban intrincadamente unidas a la multitud de plantas y animales
de las llanuras. A partir de la década de 1870, los granjeros europeos
que se asentaron en las praderas, ahora ya despejadas de su población
nativa, de sus plantas y de sus animales, practicaron una agricultura de
exportación basada en el cultivo de cereales y en el ganado bovino, que
se convirtieron en nuevos productos naturales incorporados a la
economía mundial. El régimen de monocultivo-ganadería del periodo de
posguerra descrito por Monbiot se conformó mediante precios
subvencionados para productos concretos, especialmente el maíz y la
soja, cuyos campos crecieron a la par de las industrias de alimentación
de ganado, sustituyendo a la paja y el heno como alimento para el ganado
bovino, porcino y aviar ahora estabulado. Un resultado de ello fue la
inmensa reducción de número de explotaciones agrícolas; los subsidios
recompensaban la producción a gran escala de monocultivos, lo que
impulsaba a los operadores de mayor tamaño a concentrar las granjas de
sus vecinos. Las operaciones agrícolas ampliadas se convirtieron con el
tiempo en oportunidades de inversión; los inversores, y no tanto los
granjeros, se embolsaban los subsidios. Una de las hojas de la tijera
eran las grandes empresas químicas y de maquinaria, que vendían los
insumos necesarios para reemplazar la fertilidad y los controles
naturales de plagas y enfermedades que se habían perdido con la
consolidación de los monocultivos. La otra hoja comprendía a las
gigantescas industrias de procesado alimentario que monopolizaban las
compras.
El régimen alimentario ha ido de crisis en crisis desde la Cumbre Mundial del Hambre de 1974
El complejo ganadero apuntaló un enorme aumento del consumo de
productos cárnicos y lácteos, a la vez que proporcionaba los insumos
colaterales del maíz y la soja, que pasaron de las industrias de
alimentación para el ganado a las industrias alimentarias capitalizadas.
Las mercancías comestibles que proliferaron en las estanterías de los
supermercados combinaban estos productos derivados con productos
químicos hasta entonces no consumidos por los seres humanos y
amablemente denominados “aditivos”. Los supermercados, a su vez,
arrinconaron a las carnicerías, fruterías y panaderías locales, lo cual
modificó las dietas. Se centraron no solamente en la carne y los
lácteos, sino también en los nuevos alimentos ultraprocesados. Los
ingredientes sustituibles se agruparon en categorías inventadas de
“almidones”, “grasas” y “edulcorantes”; las etiquetas nutricionales
detallaron las proteínas, las calorías, las vitaminas, etcétera en
minúsculas etiquetas, mientras que los productos de la granja, como el
brócoli, se convirtieron en añadidos que ahora figuraban en la cara
visible del paquete para invocar el espíritu de las cocinas clásicas.
Un puñado de megacorporaciones y sus laboratorios estarán en disposición de controlar las nuevas fuentes de proteínas
Ahora se está produciendo un cambio ulterior, procedente de un
régimen alimentario que ha ido de crisis en crisis desde la Cumbre
Mundial del Hambre de 1974. Una y otra vez los capitales
agroalimentarios fueron rescatados por los Estados más potentes,
arrinconando a los países más débiles y vulnerables y a los movimientos
sociales. El papel de los Estados y de las organizaciones supraestatales
está en buena medida ausente en Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta,
pero sería complicado exagerar el impacto sobre la agricultura mundial
de los programas de ajuste estructural del fmi, que obligaban a los
países endeudados a maximizar las cosechas para la exportación,
incrementando así el precio de los ingredientes de las cocinas locales.
Las dietas pobres y las inhumanas condiciones laborales trajeron la
inseguridad alimentaria a las poblaciones locales y las hicieron
vulnerables ante las enfermedades. Ahora las industrias de alimentos
ultraprocesados dirigen la persistente lógica de la incorporación de
nuevos productos a la economía mundial. A medida que los ingredientes se
vuelven cada vez más sustituibles, el último producto agrícola
incorporado a esta (después del tabaco, los cereales, el ganado, el maíz
y la soja) es la plantación de palma. El aceite de palma, primero
cultivado domésticamente en África Occidental, se trasplantó a Asia a
partir de la década de 1990. Las pequeñas explotaciones africanas aún
plantan la palma dentro de una matriz de bosques y campos y continúan
usándolas para sus necesidades culinarias y culturales. Las plantaciones
de palma de Malasia e Indonesia proveen aceites aún más baratos para
los alimentos ultraprocesados, después de roturar bosques tropicales y
acabar con los seres vivos que los habitan. Contratan como mano de obra a
quienes históricamente conformaron estos hábitats específicos. Las
plantaciones de palma ahora han regresado a África, donde amenazan la
agroforestería tropical.
La falta de atención a las relaciones de poder es especialmente
evidente en el planteamiento de Monbiot sobre las proteínas y las
grasas, respecto a las que pide básicamente que los movimientos
medioambientales se alineen detrás del subsector emergente del capital
riesgo atento a la producción de proteínas de laboratorio. Festeja las
posibilidades –“limitadas únicamente por nuestra imaginación”– sin
comentar el cambio de la evolución de las formas de cocinar guiadas por
la experiencia y el deseo a otras guiadas por el interés de grupos
empresariales. E ignora al sector líder de las “alternativas a la carne”
–la carne celular– con el desplazamiento de la tecnología, de la
química a la genética. Todo ello se adecúa al desplazamiento de la
fuerza impulsora del libro. La protección de los suelos del mundo acaba
subsumida en el objetivo de abolir la industria cárnica y láctea; el
veganismo, más que la preservación, se convierte en el motor de la
argumentación. Detrás de Solar Foods, pronto se descubre un abanico
vertiginoso de empresas recién creadas, de emisiones de acciones y de
absorciones y adquisiciones de empresas públicas y privadas dedicadas al
diseño genético y la manufactura de proteínas, entre ellas Bayer, dueña
de Monsanto, y Exxon, que está investigando la fermentación
microbiótica para fabricar biocombustibles. A este subsector le interesa
trasladar sus tecnologías desde los márgenes al centro de los mercados
alimentarios, lo cual tendrá como resultado que un puñado diferente de
megacorporaciones y sus laboratorios estarán en disposición de controlar
las nuevas fuentes de proteínas del mundo a partir de una base genética
aún más endeble. Cuesta entender que un desarrollo así sea algo
distinto de la extensión de la dieta estándar global.
Hoy la comida barata son las pastas precocinadas y las pizzas
congeladas, mientras que los ricos comen productos frescos orgánicos
Lo que el concepto de Monbiot no tiene en cuenta es que, en realidad, se trata de una dieta de clase,
lo cual no es nada nuevo. El azúcar colonial proporcionó consuelo a la
población londinense empobrecida durante el siglo XVIII; Engels
describía la dieta de la clase obrera de Manchester durante la década de
1840 como lo que quedaba en los mercados que la clientela con más
dinero había frecuentado a primera hora del día. Mientras que antaño la
gente pobre consumía menos carne y de peores cortes que la gente rica,
hoy la comida barata son las pastas precocinadas y las pizzas
congeladas, mientras que los ricos comen productos frescos orgánicos,
cuyos elevados precios son el resultado de su existencia en los márgenes
de la agricultura predominante liderada por las megacorporaciones
agrícolas y ganaderas. Esta división dietética de clase solo puede
agrandarse a medida que la producción alimentaria industrial desplace a
los productos agrícolas. Monbiot tiene la esperanza de que pueda
evitarse la conquista de este nuevo sector por parte de las grandes
corporaciones, pero suena como un deseo ingenuo. No explica cómo podrían
imponerse realmente leyes antimonopolio o límites a la propiedad
intelectual. La ciencia ficción ya nos ha advertido de esta posibilidad
futura. La película de 1973 Soylent Green (Cuando el futuro nos alcance)
describe un futuro distópico –en 2022 ni más ni menos– en el que los
habitantes de Nueva York ingieren únicamente galletas de soja y lentejas
manufacturadas en una fábrica pantagruélica; no pueden ni imaginar el
sabor de la carne o de las fresas, restringidas a una minúscula élite
que puede permitirse sus precios exorbitantes.
Detrás de las causas de la soberanía alimentaria y la agroecología se halla quizás el movimiento social más importante del mundo
En Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta la
democracia y el poder corporativo se relegan a un segundo plano. ¿Cómo
explicar esto? Monbiot tiene un historial de posturas poco ortodoxas.
Podríamos traer a colación su defensa de la energía nuclear: opuesto a
ella en un primer momento, rompió con buena parte del activismo verde en
2011 por su apoyo a la misma. Igualmente resulta sorprendente que a
diferencia de su entusiasmo por el subsector de la alimentación
industrial “no cultivada en explotaciones agrícolas”, Monbiot descuide o
rechace a quienes sería esperable que respaldara. Detrás de las causas
de la soberanía alimentaria y la agroecología se halla el que
probablemente sea el movimiento social más importante del mundo. Vía
Campesina es una organización de pequeños agricultores fundada en 1992
para protestar contra la incursión de la Organización Mundial del
Comercio en la agricultura, que defiende los derechos sociales y
culturales al tiempo que la prosecución de objetivos medioambientales.
Entre sus miembros se cuenta el Movimiento dos Trabalhadores Rurais Sem
Terra brasileño, la Alianza por la Soberanía Alimentaria en África
(AFSA) y muchos otros movimientos locales. Vía Campesina lucha para
defender los paisajes bioculturales contra el capital extractivo y sus
Estados cautivos. Los miembros de la AFSA han logrado promover leyes que
combinan el derecho consuetudinario con la protección de los derechos
de las mujeres, la infancia y la juventud. Organizaciones de pequeños
agricultores como estas buscan defender las ecologías y las culturas de
sus territorios amenazados por los poderes corporativos de la minería y
la extracción de madera, así como por los monocultivos. Las personas que
lideran estos movimientos, que defienden el agua y la tierra, son cada
vez más víctimas de asesinatos.
Vía Campesina y sus aliados han logrado una serie de victorias ante la ONU y la FAO
En los últimos años, Vía Campesina y sus aliados han logrado una
serie de victorias ante la ONU y la FAO en las que se han adoptado
principios agroecológicos por diversos comités. El Grupo Forest Tenure
Funders adjudicó 1.700 millones de dólares en la COP26 para apoyar los
derechos de las poblaciones indígenas y la salvaguarda de los bosques.
Ahora Francia está pidiendo el reconocimiento de las tierras renovadas
mediante buenas prácticas agrícolas como sumideros de carbono y presiona
a la Unión Europea para que apoye la agricultura saludable, incluyendo
la agroecología. Naturalmente, siempre existe el peligro de la
apropiación. “Smoke and Mirrors”,
un informe del Panel de Expertos Independiente sobre Sistemas
Alimentarios Sostenibles apunta que términos como “soluciones basadas en
la naturaleza” y “sostenibilidad” están siendo utilizados para esquivar
las críticas. Como sus aliados del sector de los combustibles fósiles,
el capital agroalimentario se apropia rápidamente del lenguaje que lo
critica. La industria pesticida, experta en propaganda, hoy se denomina
CropLife.
Monbiot justifica su marginación de este movimiento global por sus
bajos rendimientos. Quienes promueven la agroecología y la soberanía
alimentaria, defiende, a menudo son “ciegos ante el rendimiento” y
olvidan que “es imposible alimentar al mundo con una agroecología de
bajo rendimiento”. Aquí y en otros textos, Monbiot se basa en una
agronomía, cuyo compromiso con la modernización de la agricultura aplica
criterios de eficacia estrechos, que favorecen las cosechas únicas en
campos homogéneos, lo cual le lleva a cuantificar inadecuadamente buena
parte de lo que es realmente importante para los sistemas naturales. Los
criterios del “mayor rendimiento en la menor cantidad de tierra
posible” se aplican únicamente en campos en los que se cultiva un único
producto: el rendimiento es mucho más difícil de calcular en sistemas de
cultivos mixtos, especialmente en los integrados en el seno de las
dinámicas de ecosistemas específicos, ya sean bosques, marismas o
praderas. Monbiot reconoce a medias que “a veces los rendimientos de la
agroecología son mayores que los de la agricultura convencional”, si se
tienen en cuenta la totalidad de los factores, y menciona de pasada los
éxitos cosechados en la India y Malawi. Pero seguir este hilo socavaría
sus prescripciones.
Las consecuencias ecológicas y para la salud de reemplazar las
granjas mixtas por monocultivos están bien documentadas. Estas incluyen
la pérdida de “servicios ecológicos” procedentes de los bosques talados y
la desaparición de las cosechas que fijan el nitrógeno, del estiércol
animal, de las plantas de hoja verde y de los insecticidas fabricados a
base de plantas. Todos estos elementos son sustituidos por fertilizantes
y pesticidas químicos, así como por maquinaria, como en el caso de los
pozos que extraen agua del subsuelo para que las cosechas sean más
fiables que si dependieran de la lluvia… hasta que esta se gasta. A ello
se añade la contaminación que tan bien describe Monbiot. La gente
desplazada por los monocultivos pierde acceso a los alimentos locales.
En la India, la Revolución Verde, que fue el origen del argumento de la
preservación de la tierra, que adoptan determinados conservacionistas
incluyendo a Monbiot, hizo que las lentejas fueran más caras que el
arroz y dejó a la gente sin proteína vegetal. También se les privó de
verdura (redefinida como hierbas) y de los productos del bosque, que
proporcionaban vitaminas, minerales, pienso para animales y medicinas
tradicionales. El primer déficit nutricional del que se informó
ampliamente después de la Revolución Verde fue el de vitamina A, que
causa ceguera. Por supuesto, esto puede remediarse con suplementos: el
capitalismo siempre vende soluciones para los problemas que crea. Sin
darse cuenta, Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta nos lleva de vuelta a la lógica del sistema agrícola global que buscaba subvertir.
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Este texto se publicó originalmente en New Left Review.