Qué es el medio rural de la España interior hoy.
Puede haber tantas definiciones como disciplinas lo estudian (sociología, geografía, etc.). Sin embargo, más allá de las definiciones exógenas, podríamos definir el medio rural como un complejo mosaico de realidades económicas, políticas, culturales, sociales y psicosociales que tienden a desaparecer por aculturación o asimilación de lo urbano y/o por la propia extinción de las comunidades que hasta el momento se han podido reconocer como propiamente rurales. Así al menos lo vivimos desde dentro: una ruralidad que estamos viendo en directo, y sin que nadie nos lo cuente, cómo va desapareciendo, sin que ninguna administración sepa ni pueda y, lo que es más grave, quiera, remediar la situación.
Alabanza de la aldea menosprecio de la corte.
A lo largo de los siglos lo urbano y lo rural se han contrapuesto, han sido vistos como dos ámbitos no solo diferentes sino antagónicos. Desde la Edad Media al menos, Europa se configura como un sistema de ciudades rodeadas por su hinterland subordinado, habitualmente definiéndose ciudad y tierra como realidades jurídicas diferentes, considerándose inferior al campesino por norma general. Aunque la cultura académica, oficial, emite en ocasiones a lo largo de los siglos mensajes de admiración por lo rural, idealizando el campo y sus valores (alabanza de la aldea, menosprecio de la corte), lo cierto es que paralelamente existe también un desprecio hacia lo rural, con figuras arquetípicas, simples, glotones, rudos, pragmáticos aprovechones. Así pues, en esta alta cultura se mezclaban refinados pastores de elevados conocimientos infusos con grotescos labriegos.
Observamos cómo aún hoy se mantienen estos pre-juicios (por la imagen que han ofrecido los medios de comunicación, especialmente el cine español y la publicidad). Por un lado, se encuentra un mundo rural idealizado, que muchas veces es utilizado por la publicidad de la industria alimentaria para resaltar la calidad y salubridad de un determinado producto; por otro lado, nos encontramos todavía con el cliché del paleto, tan difundido por el cine de los años 60 y 70 que, estamos seguros, todavía forma parte del imaginario colectivo en ciudades tan ensimismadas como Madrid y, por extensión, en algunas ciudades de provincias que viven su realidad de espaldas al ámbito rural al que deben su rango capitalino de segundo o tercer orden. Tan importante nos parece este tema, que estamos convencidos de que buena parte de las decisiones políticas que se han tomado en los últimos cincuenta o sesenta años, incluyendo la más rabiosa actualidad, obedecen al profundo desconocimiento del medio rural que demuestran insistentemente las élites políticas.
Rural = agrario.
Uno de los grandes males que ha sufrido el medio rural español ha sido la absoluta identificación de lo rural con lo agrario. Políticas como la PAC, no solo no han ayudado al desarrollo rural, sino que en muchos casos (en nuestra comarca hay centenares de ejemplos), han vaciado los pueblos, promoviendo la figura del agricultor absentista, habitante en ciudades como Guadalajara, Teruel, Valencia, Zaragoza, mientras que disfruta del aprovechamiento de las tierras del medio rural que ha abandonado y de las subvenciones que recibe por ello.
Calidad de vida.
Otro de los clichés incluso repetido por los actores rurales ante personas de fuera, es el de la supuesta calidad de vida (se supone que se quiere decir que se vive mejor en comparación con la ciudad. “Aquí hay calidad de vida”). Sin embargo, para nosotros, es una idea falsa, tanto si se emplea desde fuera como si se emplea dentro. La calidad de vida que ve el urbanita, se trata de una vista parcial, sesgada, de una realidad que ignora por completo. La calidad de vida que arguye el hombre y la mujer rural supone una justificación innecesaria y, lo que es peor, un conformismo que nos impide avanzar. Por ello, en un juego de palabras, otros más que de calidad de vida, hablamos de calidad debida. Una calidad que se nos debe, se nos adeuda, y que jamás hemos logrado alcanzar los hombres y mujeres rurales pese a que la Constitución y el Estatuto de Autonomía la garantizan. Cuántos neorrurales han llegado a los pueblos en busca de esa quimera que… no han encontrado, porque simplemente no existe, porque hay que ganársela día a día.
Paradigma de la Healthy life.
El medio rural, habitualmente ausente en la publicidad en tanto que el hombre y la mujer triunfadores que usan coches, perfumes y la última tecnología son –como todo el mundo sabe- exclusivamente urbanos, es utilizado en los anuncios, sin embargo, como un espacio de alimentación sanísima donde habitan personas hipersaludables. Todavía está por estudiar un hecho habitualmente oculto, acaso por considerarse aún como una cuestión de ámbito doméstico. Nos referimos al elevadísimo número de casos de alcoholismo y drogadicción que se encuentran en nuestros pueblos. Quizás alguien se ofenda por ello, pero podemos considerar a nuestra sociedad rural una sociedad técnicamente enferma en ese aspecto. ¿Está establecida la frecuencia de enfermedades mentales, depresión, ansiedad y otros trastornos relacionados en el ámbito rural?, ¿y de suicidios? En absoluto, queremos emitir un juicio de valor sobre estos temas tan serios pero, al tiempo, tan poco atractivos para la pretenciosa imagen del medio rural que a veces se hace desde la sociedad biempensante. Todo lo contrario. Sacar a relucir esta realidad con todas sus aristas es, por nuestra parte, una denuncia a la falta de perspectivas que sufren tantas y tantas personas en nuestras comunidades rurales, desestructuradas, sobre las que, desde el poder, se ha inducido su misma desaparición.
Qué pueden aportar el hombre y la mujer rurales a la sociedad.
La realidad del medio rural no es muy halagüeña, como no puede serlo la de ninguna sociedad con unas perspectivas de desaparición a medio o incluso corto plazo. Sin embargo, los habitantes del medio rural somos depositarios de unos conocimientos que no pueden seguir perdiéndose con nosotros. Si por algo somos afortunados en el siglo XXI es porque, incluso inconscientemente, estamos inmersos en una “diglosia cultural” que nos convierte en puente indiscutible entre los conocimientos tradicionales y la cultura digital. La gran mayoría de los hombres y mujeres rurales conocen los códigos del mundo urbano, pero también, al tiempo, los de su propio medio. (No puede decirse lo mismo de los urbanitas). Desafortunadamente, los habitantes del medio rural, a raíz de la campaña de desprestigio que se ha hecho de la vida en el pueblo han llegado a despreciar su propia cultura en una perversa avidez por aparentar su modernidad, por no parecer de pueblo. Una tendencia innecesaria, en tanto que casi inconscientemente, por nuestra misma contextualización en un tiempo, una tecnología y unos hábitos idénticos a los de las ciudades, se puede decir que somos indiscutiblemente rururbanos.
A lo largo de las últimas décadas se ha perdido una gran cantidad de patrimonio tanto material (especialmente en las décadas de los 60-80) como inmaterial (todavía en fase de desaparición). Por eso es necesario que el nativo recobre su confianza. Que se vea como una persona valiosa por un bagaje cultural recibido y que puede transmitir no solo a sus descendientes sino también a los habitantes del medio urbano y a potenciales futuros habitantes del territorio. Asimismo, los gobiernos deben incentivar la transmisión de conocimientos. En una situación límite como la que se encuentra el medio rural no es de recibo que las Administraciones Públicas mantengan, ya no solo desatendidas sino incluso penalizadas, a las personas que vivimos en el campo español.
La quinta columna
No cabe duda de que este proceso ha contado con la colaboración de la propia sociedad rural. No solo somos víctimas por lo tanto. Cierto que ha habido una colaboración pasiva (la de la sociedad en general) y una colaboración activa, la de una élite política rural que, al menos desde la inauguración de la Democracia, se ha manifestado en la adhesión incondicional a las ejecutivas autonómicas y provinciales de los partidos, mimetizándose con ellos hasta el punto de llegar a renegar de lo propio. Suponemos que existen tantos casos como territorios pero, en el ámbito geográfico que conocemos, las tres últimas décadas han supuesto un recrudecimiento del fenómeno caciquil. Desde luego este fenómeno debería ser estudiado como merece, con datos objetivos, muchos testimonios, datos cualitativos y cuantitativos que nos darían mucha luz. No obstante, por lo que conocemos de primera mano, por nuestra propia experiencia, concluimos que a lo largo de casi 40 años de Democracia y treinta y pico de Estado de las Autonomías el desarrollo y el progreso del medio rural ha chocado una y otra vez con la tupida malla de las redes clientelares, pudiendo afirmar que hasta que no se elimine este gravísimo problema, cualquier Plan de Desarrollo Rural será completamente inútil, incluidos los repartos de los fondos europeos a los Grupos de Acción Local. Asimismo, aunque somos comarcalistas convencidos, nos negaríamos a poner en marcha unas comarcas sin haber eliminado el neocaciquismo previamente. El desembarco de esta política en una hipotética Castilla-La Mancha comarcalizada sería todavía peor, muchísimo más asfixiante, que la actual Región con sus cinco diputaciones.
No somos intrusos, somos parte del medio.
En el argumentario ecologista, a menudo adoptado por las mismas Administraciones, encontramos discursos en los que el ser humano literalmente sobra en el medio. Las Administraciones, al socaire de estas ideas, lanzadas indefectiblemente desde el ámbito urbano, diseña parques naturales y otras figuras de protección, necesarias pero, al mismo tiempo, tremendamente despectivas con las comunidades rurales que durante siglos (a veces milenios) han habitado en espacios que, con el fanatismo del neófito, parecen haber descubierto los recién llegados. Un parque natural, un parque nacional, un geoparque, un monumento natural, un LIC (Lugar de Interés Comunitario) o cualquier otra figura de protección de la naturaleza es, desde luego, un reconocimiento al valor ecológico de un espacio dado, pero también debería ser un reconocimiento a las comunidades que a lo largo de los siglos lo han protegido con un uso sabio hasta la actualidad. Pocas veces se tiene en cuenta esto último. Por eso, es imprescindible que más que de un medioambiente pretendidamente virgen, se hable de paisaje, concepto que implica la acción humana a lo largo del tiempo, no desde un punto de vista exclusivamente peyorativo, sino como un elemento modelador más que puede y debe ser considerado parte del medio. Las comunidades han dotado de nombre a los parajes, lo que entraña su individualización con respecto a otras áreas inmediatas. A veces en un pequeño espacio de cuatro o cinco hectáreas podemos encontrar otros tantos topónimos que hablan de vivencias, de recuerdos, de interpretaciones de la naturaleza o del pasado por parte del nativo, que en todos los casos hablan de un trasfondo admirativo hacia el medio. La ordenación del territorio desde los despachos tiende a despreciar esta realidad. Se cambian topónimos o se amplían denominaciones a espacios jamás utilizadas por los nativos lo que, a nuestro entender, supone un elocuente y simbólico desprecio del homo urbanus, del técnico de despacho, del ecologista de fin de semana, a todo el bagaje de sabiduría transmitido durante siglos que se atesora en el pueblo. Una arrogancia empobrecedora, revestida de tecnicismo, contra la que el hombre y la mujer rurales debemos rebelarnos, puesto que en ella subyace la idea de que sobramos en nuestro propio territorio. Todo es compatible: la protección de la naturaleza y la vida en el medio, pero sobre todo nadie podrá jamás, mientras vivamos, desligarnos de nuestro paisaje, de nuestra cultura, de nuestra condición de hombres y mujeres de pueblo.