Los centros
comerciales, las autopistas o las estaciones de autobús
son espacios en
los que las personas no pasan de ser simples usuarios.
A pesar de pasar
en ellos gran parte de su día,
no generan lazos y sus relaciones se
basan en el consumo.
Samuel Martínez,
Si, como se suele decir, los lugares son las personas que los
habitan, los no-lugares deberían ser las no-personas que los habitan o,
quizás, los lugares que no habitan las personas. Sea como fuere, y más
allá del trabalenguas, quien acuñó el término en 1992 fue el antropólogo
francés Marc Augé y de él explicó algo así como que un "
no-lugar es un
espacio intercambiable donde el ser humano permanece en el anonimato".
Dentro de esos sitios de los que, por cierto, una ciudad como
Madrid está repleta, las personas nos relacionamos más bien por
cuestiones de consumo —de compraventa— y difícilmente establecemos lazos
afectivos. Según especifica el propio Augé, si una cara de la moneda es
el hogar tradicional —donde los individuos viven, confraternizan, aman,
odian y, en definitiva, tienen una identidad—, la otra son los
no-lugares, espacios vacíos de significado emocional e identitario. Los
centros comerciales, las estaciones de tren, los aeropuertos y el propio
Metro son algunas de las localizaciones que cualquier ciudadano visita
con frecuencia y en las que, habitualmente, no ejerce más papel que el
de usuario. Todas ellas, por tanto, encajan en esa definición de
"no-lugar", pero... ¿es posible humanizarlas?
Es una pregunta cuya respuesta deberían compartir antropólogos,
sociólogos, arquitectos y expertos en urbanismo. En este caso, Antonio
Torres, arquitecto en el despacho de Rafael Moneo, afirma que sí, que
esa transición ya se ha producido en varios ámbitos. "Solo hay que
pensar en las oficinas, en nuestros puestos de trabajo", aclara. "Las
oficinas de los años 80s eran cubículos o mesas separadas, donde los
empleados iban a trabajar como autómatas y donde era muy difícil
establecer relaciones entre los compañeros".
Sin embargo, hoy por hoy las empresas se han dado cuenta de que
"creando un espacio agradable donde apetezca quedarse", fomentando la
confianza entre los compañeros y generando lazos entre el propio espacio
y el trabajador, los resultados son mejores. Es el ejemplo perfecto de
un no-lugar que se ha convertido en un lugar y que ha mejorado la vida
de quienes lo ocupaban. Ha sido clave, entonces, que al ritmo que han
ido cambiando las necesidades de las empresas, la arquitectura haya
sabido modificar la estructura de las oficinas. No hubiera sido posible
un cambio sin el otro.
"Un ejemplo parecido", señala Torres, "es el de los centros
comerciales". La transición de un no-lugar a un lugar también puede ser
generacional. "Los adultos de hoy no entendíamos los centros comerciales
como un sitio de ocio o de encuentro", apunta el arquitecto: "Para
nosotros eran simplemente espacios de compra y de consumo". En cambio,
las generaciones más jóvenes los han provisto de identidad, "se sienten
cómodos relacionándose dentro de ellos". No es difícil encontrar, en la
actualidad, grupos de adolescentes que en lugar de ubicar su ocio en las
calles de los cascos históricos o en entornos abiertos, prefieran la
comodidad del centro comercial, donde encuentran una variada oferta
recreativa. En este caso, los expertos señalan que la necesidad
constante de recibir nuevos estímulos que tienen los nativos digitales
es la que los ha llevado a transformar un no-lugar –como hasta ahora era
el centro comercial– en un lugar.
El peligro del anonimato
Pero, ¿no otorga el anonimato una cierta comodidad?
Antonio Torres recuerda el libro El no-lugar. Una antropología de la sobremodernidad,
en el que Marc Augé definía el concepto. "Es cierto que en el anonimato
que da el supermercado", reflexiona, "donde solo hay que comunicarse
para llevar a cabo una transacción comercial, es fácil sentirse cómodo".
Pasar tiempo en un no-lugar permite a los individuos evitar someterse
al "desenmascaramiento de su identidad" que ejercen el resto de personas
con él, tal y como apunta el propio Augé. Sin embargo, no solo las
grandes superficies pueden constituir no-lugares, sino que también las
propias calles pueden serlo. "Hay que tener en cuenta que es un concepto
flexible", desliza Torres: "Donde yo veo un lugar, porque en él he
creado lazos con el espacio y con la gente, puede que tú no lo veas en
absoluto".
"Piensa en una estación de Metro", propone. "Un usuario común se
monta en el tren, llega a su destino y baja". Lo más probable es que no
haya hablado con nadie durante el trayecto, como máximo habrá escuchado
"la megafonía que avisa de cada parada". Nada más. Para el resto de los
pasajeros, es un usuario sin identidad, imposible generar sentimientos
hacia él. "Piensa ahora", sorprende, "en un músico que toca y canta cada
tarde a la misma hora en un rincón de la estación". En ese caso, el
propio músico le da identidad al espacio y los usuarios del Metro pueden
desarrollar algún tipo de lazo emocional con él.
Con todo, si en algo hay acuerdo es que efectivamente los
lugares –y los no-lugares– son las personas que los habitan y los
frecuentan, aunque también las relaciones que se generan en ellos. Queda
claro, al mismo tiempo, que la tendencia se encamina a humanizar esos
no-lugares y, en la medida de lo posible, convertirlos en lugares. Al
fin y al cabo, todo el mundo se siente más cómodo en una oficina de
Silicon Valley que en una gris de los años 80. A todo el mundo le gusta
–salvo un lunes a las 8 de la mañana– un buen cantautor en el Metro.