José A. Arroyo Victoriano |
El padre Arroyo ya estuvo en misiones en una primera etapa. Fue en Togo, en la diócesis de Dapaong, donde atendió distintas parroquias y acompaño a crecer en la fe a unas Iglesias jóvenes, con «multitud de catecúmenos que habían conocido a Jesús y querían ser bautizados en su nombre». Allí pasó una década en la que contribuyó «a crear comunidad, familia, que se reúne, que es solidaria, que celebra y llora junta. A compartir sus alegrías y sus penas desde el Evangelio… todo desde la realidad concreta donde estaba, donde la vida y todo lo que la rodea está a flor de piel».
Su nombramiento en 2008 como administrador del IEME le trajo de vuelta a España. Pasó en Madrid cinco años, tras los cuales regresó otros dos a Dapaong antes de recalar finalmente en su tierra natal.
Pero la llamada de la misión se ha vuelto a cruzar en su camino, y en unos meses tiene previsto partir rumbo a la República Centroafricana, uno de los países más pobres del mundo. «En Togo —refiere— cerramos un proyecto misionero al considerar que la Iglesia local ya podía caminar por sí sola. El grupo de compañeros que estábamos allí salimos con la intención de reubicarnos en un lugar de primera evangelización, donde la Iglesia estuviera dando sus primeros pasos. Ahora Jesús Ruiz nos ha ofrecido esta posibilidad y nos ha invitado a trabajar en su diócesis». Y añade: «En esto he visto una llamada de Dios. Todo ello en diálogo con don Mario [Iceta, arzobispo de Burgos] y con el director del IEME, claro está».
El Padre Arroyo afirma que el ritmo de trabajo de un sacerdote en África no es el mismo que en España, pues existen expresiones y urgencias distintas. Pero que, más allá de la realidad de cada lugar, el fin es el mismo. «Un sacerdote allí donde esté tiene que llevar la Buena Noticia, ser Buena Noticia», afirma.