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viernes, 26 de mayo de 2023

“Cuando te dicen que tu tierra no vale nada, te están diciendo que tú no vales nada”.

El desprecio hacia modo de vida rural como estrategia especulativa.
La estrategia especulativa de las grandes eléctricas en el ‘boom’ de las energías renovables está dinamitando la convivencia en la España rural.


Parte de uno de los módulos del megaparque fotovoltaico de Almadrones (Guadalajara). / D. D.

Aún faltan unos tres kilómetros para alcanzar la salida 101, que da acceso al municipio de Almadrones (Guadalajara), cuando la ventanilla derecha del coche muestra un cambio imposible de ignorar en el paisaje que atraviesa la autovía A-2 en dirección Zaragoza. El intenso verde primaveral que se extendía hasta el horizonte queda, de pronto, sustituido por un ejército de cientos, miles de placas fotovoltaicas con sus patas metálicas y sus cabezas planas desproporcionadamente grandes.

Allí nos espera César Sanz, un joven agricultor del pueblo que se ha ofrecido a contarle a CTXT cómo ha transcurrido el proceso que ahora culmina con la instalación –todavía en marcha– de un enorme parque fotovoltaico, propiedad de Iberdrola, que ocupa más de 270 hectáreas.

El boom de la fotovoltaica

En mayo de 2021, existían en España 99 grandes instalaciones fotovoltaicas –de 10MW de potencia o más– de las cuales 58 contaban con una potencia de más de 50MW –a partir de ese número es obligatorio recibir autorización de la Administración Pública para la construcción–, y se esperaban 15 nuevas de esa misma categoría para los siguientes meses. La tendencia al alza quedó confirmada por los datos de Red Eléctrica de España: el año 2022 supuso un incremento histórico en la generación de energía fotovoltaica, con un crecimiento del 29,4% respecto a 2021.

En lo que va de año, este boom se hecho más y más notable. Como ejemplo de la situación actual, el BOE del pasado 8 de mayo publicaba la autorización administrativa previa para 24 proyectos fotovoltaicos, todos ellos superiores a los 50MW, de los cuales siete lograban también autorización para iniciar la construcción de los megaparques. En 2021 había 58 en todo el territorio nacional, en 2023 se han aprobado 24 en un solo día.

El 8 de mayo se autorizaron 24 megaparques fotovoltaicos en un solo día

No hay una equivalencia exacta entre potencia instalada y superficie ocupada por las placas, pero se puede hacer un cálculo aproximado teniendo en cuenta que para generar 500MW se suelen necesitar 1.000 hectáreas (cuando no más); así, los 19.785MW instalados en España en 2022 a través de esta tecnología suponen un área aproximada de 40.000 hectáreas, casi cuatro veces el tamaño de la ciudad de Barcelona. Además, el reparto de estos parques fotovoltaicos es muy desigual: casi el 70% se localizan en Extremadura, Castilla-La Mancha y Andalucía.

El desprecio hacia modo de vida rural como estrategia especulativa

Un primer paseo entre las vallas de los tres módulos que conforman la obra completa instalada en Almadrones ofrece dos sensaciones inmediatas. La primera tiene que ver con una traducción empírica de la extensión del parque, incomprensible a menos que uno se sitúe en un punto más o menos central del mismo y eche una ojeada alrededor. Desde ahí, la cómoda abstracción de las cifras, que permite hablar de casi 300 hectáreas con la misma facilidad que de 25 metros, adquiere una materialidad abrumadora, y los números toman cuerpo: casi 300 hectáreas es, más o menos, hasta donde alcanza la vista.

La segunda sensación queda rápidamente confirmada por César Sanz, que observa el paisaje con los ojos expertos de quien lleva años dialogando con esas tierras hoy mudas, inertes: “Podían haber sido más considerados con los agricultores, por lo menos facilitando el trabajo y quedando bien con nosotros”. Son varios los ejemplos que llaman la atención por lo errático de la planificación, con grandes extensiones de tierra que han quedado dentro de las vallas pero no van a ser utilizadas para generar energía. “Hay zonas en las que incluso hay terreno labrado dentro de la valla que si se hubiese quedado fuera seguiría siendo cultivable”, afirma el agricultor.

Esa despreocupación a la hora de tener en cuenta el impacto de su actividad en el campo forma parte de la actitud de desprecio que muestran las compañías eléctricas hacia los modos de vida rurales. Así lo ve Jaume Franquesa, doctor en Antropología Social y autor de diversas investigaciones –y un libro– centradas en la cuestión de la transición a las renovables, quien señala que “para conseguir precios bajos, lo que hacen es decirles a los propietarios rurales que eso que tienen no vale nada. Presentan el lugar como un lugar vacío, no solamente de gente sino también de futuro, de posibilidades”. Una “desvalorización moral” que, según el propio Franquesa, “apoya muy claramente la desvalorización económica, y viceversa”, dejando una huella mucho más profunda que el mar de cristal que se observa a simple vista: “Cuando te dicen que tu tierra no vale nada, te están diciendo que tú no vales nada. Así es como lo oyen estas personas”.

Iberdrola encabeza la lista de compañías con mayor presencia en este sector, ya que cuenta con las dos mayores instalaciones del país: la planta Francisco Pizarro, en Cáceres, con 1.300 hectáreas (según la propia empresa, la mayor de Europa), y la Núñez de Balboa, en Badajoz, con una superficie cercana a las 1.000 hectáreas. Pero no andan lejos otros gigantes como el Grupo ACS, Repsol, Endesa o Naturgy.

Berta Caballero es portavoz de la plataforma Aliente y argumenta que, en esencia, se trata de una estrategia meramente especulativa, puesto que “se está utilizando el campo porque es más barato para las empresas, cuando esas grandes instalaciones deberían derivarse a terrenos ya degradados como tejados, polígonos industriales o alrededores de grandes autovías”. Y la realidad es que no hay que irse muy lejos para encontrar ejemplos. La mediana de la propia carretera que une Guadalajara con Almadrones ofrece unos 50 kilómetros de suelo inutilizado que podría albergar una gran cantidad de placas fotovoltaicas. Y por si fuera poco, el Área 103 –área de servicio archiconocida por los y las profesionales del transporte–, dentro del término municipal de Almadrones, cuenta con un parquecito de placas instalado sobre infértil cemento. Según un estudio de la Xarxa Catalana per una Transició Energética Justa, este tipo de espacios “antropizados” suman 33.861 hectáreas solo en Catalunya, lo que permitiría una cantidad de placas fotovoltaicas “suficiente para proporcionar la energía eléctrica que necesitan más de ocho millones de personas”.

David, Goliat y una Administración irresponsable

Rosa Pardo, también desde Aliente, responsabiliza a la Administración Pública por su “aquiescencia” para con unas empresas “que han aprovechado un vacío en la legislación urbanística. Por la ley de protección del suelo rústico, estas instalaciones no podrían implantarse en suelo rural, ya que son instalaciones industriales”.

Pardo explica a CTXT el panorama legislativo con la minuciosidad de quien ha estudiado hasta el último detalle de su rival en busca de puntos débiles. Empieza hablando de cómo se ha ido resquebrajando la regulación que imponía “la necesidad de que, cada vez que hay un proyecto industrial en suelo rústico, haya que hacer una evaluación de impacto ambiental”. El primer error está en la ausencia de una “planificación previa”, que sí existe en otros países y define “zonas excluidas por sus valores ambientales. Aquí, lo único que ha hecho el Ministerio es un mapa con lugares en los que recomienda no hacer estos proyectos”, poco más que papel mojado puesto que “están autorizando instalaciones dentro de ese mapa”.

“Por otra parte”, sigue, “la prisa de la Administración por aprobar los proyectos ha hecho que se permita a las empresas incluir en la documentación estudios de impacto que son falsos, en los que no se detectan un montón de especies protegidas y daños que harían que no se aprobasen los permisos. La Administración lo sabe, pero lo admite”. La desfachatez pública rima con la privada, que impulsa a las grandes eléctricas a crear “pequeñas empresas con 3.000€ de capital social” para  que se encarguen de “presentar el proyecto, solicitar los permisos y, sobre todo, captar propietarios para que alquilen sus terrenos”. Cuestionada acerca de las razones detrás de esta jugada, Rosa Pardo opina que tiene que ver con “cuestiones de responsabilidad final. Tú, en cualquier momento, puedes declarar esa empresa insolvente y todas las responsabilidades a las que se ha acogido, como ocuparse del desmantelamiento de la planta, cumplir el tema ambiental, etc., desaparecen”.

“Lo que claramente dañaba la naturaleza, ahora no daña. La ley es un coladero”

Para rematar, el Gobierno ha aprovechado la emergencia energética, originada por la guerra de Ucrania, para publicar un real decreto ley, el 20/2022, que contiene “dos artículos que aprovechan para decir que, a partir de ese momento, ni siquiera se va a tener que pasar el procedimiento ambiental si la Administración considera que el informe de impacto que presenta la empresa es suficiente”. Así, “proyectos que ya se habían denegado, ahora los van a reactivar”. Y concluye: “Lo que claramente dañaba la naturaleza, ahora no daña. La ley es un coladero”.

Esta desregulación, denunciada desde Aliente como una “barra libre” para los intereses empresariales, adquiere una centralidad muy notable en el relato de César Sanz acerca de cómo tuvo lugar la llegada de Iberdrola a Almadrones: “Para mí, el problema sobre todo fueron las negociaciones, que se hacían directamente con el propietario. Venía un abogado, se hacía una reunión en la que contaba todo por encima y luego iba casa por casa” –explica antes de reconocer la sensación de indefensión que experimentó–, “entonces estás peleando como un miserable individuo contra una empresa gigante”.

En su caso, se tomó la posibilidad de las placas fotovoltaicas como “otro cultivo, como una diversificación de la tierra”, por lo que “estaba dispuesto a ceder algunas hectáreas, pero no todas las que me estaban pidiendo”. Y es aquí donde la ausencia de una regulación se hace insostenible: “Cuando dijimos que nos gustaría dejar ciertas parcelas fuera, nos dijeron que o firmábamos todo lo que ellos pedían o se iban a otro pueblo”.

Para Jaume Franquesa, la estrepitosa inequidad entre las partes hace que “las empresas puedan ofrecer términos más o menos beneficiosos, pero nunca se va a producir una negociación, no es posible”. Y así, con una postura más cercana a la extorsión que a ninguna otra cosa, Iberdrola “llegó exigiendo que tenían que ser las parcelas que ellos pedían. Al que decía que no, le contestaban ‘tú dices que no, perfecto, nosotros nos vamos a otro pueblo y tú eres el encargado de justificar delante de tus vecinos por qué no van a recibir este dinero’”, cuenta César Sanz.

En este punto es importante señalar la desproporción de los contratos ofrecidos a los propietarios y las propietarias de las tierras, con cantidades que multiplican por más de diez los beneficios medios que ofrece una renta agrícola. “Era imposible competir con ello”, destaca el joven agricultor. En esa misma línea se mueve el razonamiento de Rosa Pardo, que exculpa a estos pequeños ayuntamientos (Almadrones, por ejemplo, cuenta con 54 habitantes censados) que se ven “con las manos atadas” ante la enormidad de recursos de multinacionales dispuestas a entrar en disputas legales en las que se saben ampliamente superiores en todos los aspectos.

Dar rienda suelta a la voracidad de estas empresas provoca, por ejemplo, que a pesar de que Iberdrola “prometió que no iba a haber movimiento de tierras”, como revela César Sanz, “hay parcelas en las que están sacando cubierta vegetal y tierra buena para tener las placas orientadas hacia donde les interesa”. Sin una legislación ni nada que se le acerque, surgen las inquietudes: “Cuando rellenen igual lo hacen con piedras. A saber qué van a hacer dentro de 40 años. No quiero que eso se quede como un solar, nos da bastante miedo que no se pueda volver a cultivar”.

Sin paisaje, sin trabajo y sin convivencia

Detrás del gravísimo impacto ambiental se oculta un elemento disruptivo quizá más preocupante aún. “Están generando muchísimo conflicto social, nos están poniendo a los pies de los caballos” (Berta Caballero); “es una circunstancia casi matemática que, donde llega un proyecto de este tipo, se crea un abismo entre vecinos y dentro de familias” (Jaume Franquesa); “este tipo de proyectos provocan una división social bestial en los pueblos” (Rosa Pardo). Las opiniones de personas expertas se alinean perfectamente entre sí y también con las vivencias de César Sanz: “A mí lo que más me preocupa de todo esto es la crispación. Ha afectado mucho a la convivencia, son situaciones que se van enquistando y el ambiente del pueblo es raro. Vas al bar y hay corrillos, hay personas que han dejado de ir al bar…”. El malestar entre los vecinos se atisba en su voz, sobre todo cuando menciona una de las consecuencias más dolorosas: “Dentro de las mismas familias ha sido una locura. Hay primos que se han dejado de hablar por estas cosas”.

“A mí lo que más me preocupa de todo esto es la crispación. Ha afectado mucho a la convivencia”

Para entender el origen de tanta insistencia en el impacto que generan estas instalaciones en la convivencia hay que tener en cuenta dos factores principales. El primero deriva de una estructura de propiedad de la tierra que provoca que, “en la mayor parte de los pueblos, quienes están firmando contratos de alquiler son personas que no trabajan la tierra, rentistas agrarios, y eso les enfrenta sobre todo a los jóvenes agricultores que sí viven de ello y necesitan tierras en arriendo”, sostiene Rosa Pardo. Argumento confirmado por César Sanz, que presenció “reuniones con conflictos entre propietarios y agricultores renteros” y conoce a algunos de estos últimos “que se van a quedar con una cantidad de hectáreas que no les permiten vivir de ello”; sin recibir, claro, ni un céntimo de los contratos de alquiler que tan rápido convencieron a los propietarios.

Es difícil pensar en algo que agrave con tanta profundidad la dramática situación de la España vaciada como lo hace la erradicación de “el único trabajo que puede hacer que la gente venga a vivir aquí”, en palabras de Sanz. Más allá de lo laboral, “se elimina un modo de vida que sí fija población” y que puede ofrecer alternativas tan valiosas en un momento de crisis ecológica como la “soberanía alimentaria”, advierte José Morales, candidato de Unidas Podemos por Guadalajara para este 28M.

El segundo factor nos lleva directamente hasta los centros de decisión políticos, económicos y mediáticos, desde los que se percibe la urgencia climática como una “oportunidad para abrir una nueva frontera de producción energética y de beneficio económico en territorio propio”, creando estos “territorios extractivos domésticos”, como los llama Jaume Franquesa. Por eso, según Berta Caballero, “la maquinaria propagandística de gobierno y empresas ha convencido a la gente de que esto es imprescindible”.

Y así, en este contexto, tanto la actividad de Aliente como la oposición ciudadana al modelo extractivista de los grandes parques fotovoltaicos son recibidas con gran rechazo. En Almadrones, por ejemplo, César Sanz nos cuenta que, si bien “más o menos todo el mundo estaba a favor”, quien tenía una posición contraria a la instalación de las placas “no quería decirlo”. Mientras que Berta Caballero y Rosa Pardo aseguran que les han llamado “negacionistas”, “retardistas” y les han acusado de estar obstaculizando la impostergable transición a las renovables. “Lo que ellos llaman ‘obstáculos administrativos’ es una garantía para la ciudadanía, pero ese lenguaje se cuela en la prensa”, remata la segunda.

Las más de 270 hectáreas que han ocupado gran parte del término municipal de Almadrones quedan en nada si se comparan con complejos fotovoltaicos como el de Cifuentes-Trillo (también en Guadalajara), a cargo de Solaria, cuya extensión alcanza las 1.000 hectáreas. Pardo no duda al hablar de “una invasión” que, advierte, va a hacer “desaparecer la Alcarria de Guadalajara, pero también la de Madrid”.

La fórmula para evitarlo está clara para Jaume Franquesa: “Si hay algo que pueda echarles por tierra su inversión multimillonaria es que algún movimiento local consiga de alguna manera enfrentarse. Cuando ellos tratan estos movimientos locales como insignificantes, no nos dejemos engañar: no lo son. Es casi lo único que les puede echar por tierra el negocio”.

miércoles, 12 de abril de 2023

El 40% de las explotaciones agrícolas han desaparecido en 15 años: El ocaso del campo europeo.

En España, la reducción es menor, aunque está por encima del 14%, en una transformación que es especialmente intensa en países de Europa del Este, como Bulgaria o Hungría.

         “Es un drama. Es una reconversión brutal que ha traído otro modelo de producción, el de sustituir pequeñas explotaciones por otras más industrializadas, que se hacen con más producción y con más tierras”. El responsable de la cadena y de mercados de la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG), Andoni García, califica de drama el proceso, en toda Europa, hacia un menor número de explotaciones agrarias. 

Así lo ha constatado Eurostat, la agencia estadística de la Unión Europea (UE) que acaba de publicar datos sobre la evolución del número de granjas, agrícolas y ganaderas, a lo ancho del territorio europeo.

La conclusión es clara. En los 15 años comprendidos entre 2005 y 2020, el año de la pandemia, desaparecieron casi 4 de cada 10 explotaciones. En concreto, un 37%.

En el siguiente gráfico se puede comprobar cómo en el año que impactó el coronavirus había 9 millones de explotaciones agrícolas en el conjunto de la UE, según los censos que publica Eurostat. En cambio, 15 años antes, se superaban los 14 millones. 



Este cambio de modelo de producción agrícola y ganadera lleva al responsable de COAG a hablar de una “Europa vaciada” que constituye un “problema para toda la sociedad”. “Se han sustituido las pequeñas explotaciones, familiares y tradicionales, por otras más industriales, más intensivas y más ligadas a la especulación”, que colocan el “negocio por encima de la vida rural”, argumenta Andoni García.

Desde la Unión de Pequeños Agricultores y Ganaderos (UPA), también se constata ese cambio de modelo. “Es una realidad que acontece en toda Europa desde hace años”, apunta su portavoz, Diego Juste. “La estructura de costes de las explotaciones y el hecho de que los precios pagados a los agricultores lleven tantos años siendo tan bajos, presionados por el resto de la cadena alimentaria, ha hecho que las explotaciones hayan tenido que dimensionarse”, asume. 

“Al final, las industrias y la distribución presionan para que haya explotaciones cada vez más grandes y controlables”, ahonda el portavoz de UPA, que apunta también a otros factores, como la progresiva “mecanización”, que conlleva que el nivel de gasto a veces no sea afrontable para las pequeñas explotaciones, y también el “progresivo despoblamiento” del territorio rural.



España no es una excepción. Según los datos del Censo Agrario publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE), en nuestro país los macro cultivos (las explotaciones de más de 100 hectáreas) han aumentado en los últimos veinte años, pasando de suponer el 54% de toda la tierra agrícola al 58%. El resto de cultivos de tamaños inferiores, en cambio, han ido perdiendo terreno.

Las diferentes situaciones en Europa

Las estadísticas señalan que, si bien la realidad de un menor tejido de explotaciones se da en toda la Unión Europea, no ha afectado igual a todos los países.

Como se ve en el siguiente gráfico, en España ha impactado, pero menos que en otros socios comunitarios. Aquí la caída de explotaciones agrícolas en esos 15 años se ha situado en el 14,5%, menos de la mitad de la media europea. 



En España el recorte es mayor que en Portugal, que ha perdido el 10% de su tejido de explotaciones agrícolas y ganaderas, pero está lejos del 30% que han superado tanto Francia como Italia. 

Más evidente es el cambio en gran parte de Europa del Este. En Polonia, por ejemplo, el número de explotaciones se redujo más de un 47% entre 2005 y 2020. Porcentaje que se dispara por encima del 67% y del 74% cuando se analizan las cifras de Hungría y Bulgaria, respectivamente. 

En estos mercados, explica Andoni García, se trata de la desaparición de explotaciones pequeñas y medianas. “Es un proceso que no para”, se lamenta.

El cambio de modelo en España

A lo largo de estos años, las explotaciones han disminuido en todo el territorio español, con una excepción: Andalucía. Según los datos que publica el organismo estadístico europeo, en 2020 esta comunidad autónoma alcanzaba las 267.700 granjas agrícolas y ganaderas, un 4,4% más que en 2005. Sin embargo, como se ve en el siguiente mapa, es un caso único en la distribución regional.



En las regiones del Cantábrico, la evolución ha sido muy diferente, con retrocesos que van del 48% de Euskadi y Asturias al 38% de Cantabria. En Galicia, la caída en el número de explotaciones es del 17,8%. En cambio, en la Comunitat Valenciana y Murcia, la disminución del número de granjas de este tipo roza el 30% y en Canarias e Illes Balears es más del 26%.

En el norte de España, uno de los motivos de esta transformación del campo es el progresivo desmantelamiento del tejido ganadero. “Desde 2008 se han perdido el 50% de las explotaciones de leche. Es vaciar a los pueblo de vida”, argumenta Andoni García. 

Los datos publicados por el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación constatan que, en siete años, España ha perdido más de 9.000 ganaderos dedicados a la producción de leche. Son los que transcurren entre 2015, el año en el que desaparecieron las cuotas lácteas, y 2022. En ese lapso de tiempo, se ha pasado de 20.000 ganaderos dedicados a la producción láctea a poco más de 10.000, según los datos al final del último ejercicio. 

En el terreno agrícola, la producción en España también tiende a la concentración. Como se analizó en esta información, la superficie destinada en España al uso agrícola prácticamente no ha variado en la última década. 

En total, cerca de 24 millones de hectáreas dedicadas a producir todo tipo de cultivos: frutales, viñedos, olivares o pastos, que se han mantenido estables en extensión. En cambio, de nuevo, se percibe una caída del 9% en el número de explotaciones dedicadas a la agricultura entre 2009 y 2020, según los citados datos del Censo Agrario del INE.

El impacto de la Política Agraria Común

Las distintas fuentes consultadas sitúan la presión de la industria y la distribución, por mejorar las cifras de producción y su coste, como uno de los factores que están impulsando la transformación del campo. También, la política económica ligada al sector primario y la regulación del comercio internacional. Sobre todo, la desregulación. 

“La Unión Europea y las políticas que se aplican están basadas en la liberalización, en los acuerdos de la Organización Mundial del Comercio (OMC), los acuerdos con Mercosur. Estos traen una bajada de precios para los agricultores, que luego no ven los consumidores”, señala el responsable de COAG. “Se están favoreciendo las importaciones y eso tiene un impacto en los precios y en la destrucción de explotaciones locales. ¿Qué sentido tiene traer producciones de la otra parte del planeta cuando no se necesita, porque se puede hacer aquí? Lo hemos visto con la miel”, en referencia a la crisis que vive el sector apicultor por las importaciones que llegan de mercados como el chino que, en muchas ocasiones, no se reflejan en las etiquetas de los productos que llegan al supermercado. 

En el trasfondo, la Política Agraria Común (PAC). Actualmente, esta política está en transformación, porque trata de ligar la producción a un modelo más basado en la sostenibilidad. Está previsto que, entre 2023 y 2027, España reciba más de 47.700 millones de euros de la PAC. Es el tercer país receptor, solo por detrás de Francia y Alemania. Según los cálculos del Ministerio de Agricultura, estos fondos suponen el 20% de los ingresos agrarios del sector. 

La PAC está transformándose y, aunque ha disminuido ligeramente su presupuesto en las últimas décadas, no parece estar vinculada a la caída en el número de explotaciones que reflejan los datos de Eurostat. 

En el marco financiero que marcó Bruselas para el periodo 2007-2013, los fondos para el presupuesto agrícola y rural, el medio ambiente y la pesca alcanzaron los 413.000 millones de euros. Para el siguiente periodo, 2014-2020, se situaron en 408.313 millones. Y para el que está en curso, hasta 2027, esta suma se ha rebajado hasta los 386.603 millones de euros.

Una financiación que, según las organizaciones agrarias, en España debería tener un foco en la búsqueda de nuevos agricultores y ganaderos, pero para hacer que el campo sea rentable sin la necesidad de ese tipo de ayudas. “El reto es que la producción no deje de ser familiar, que esté vinculada al territorio, que haya diferentes generaciones y se pueda encontrar un relevo generacional”, concluye el portavoz de UPA.


sábado, 8 de abril de 2023

La agroganadería del futuro.

En ‘Regénesis (es una visión impresionante de un nuevo futuro para la alimentación y la humanidad)
George Monbiot propone que sustituyamos la cría de ganado 
por polvos proteínicos de laboratorio 
y que gran parte de la tierra recupere su estado salvaje. 
Hay ausencias llamativas en su discurso.

New Left Review 138, enero-febrero 2023,

En Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta [editado en España por Capitán Swing], el periodista y activista George Monbiot aborda el que en su opinión es “el tema medioambiental más importante” y, sin embargo, uno de los más olvidados del momento presente: la cuestión del uso de la tierra
La agricultura –explica de manera tajante– es la principal causa mundial de la destrucción del hábitat, la principal causa de la pérdida global de diversidad salvaje y la principal causa de la crisis de extinción global”. Hasta hace muy poco tiempo, defiende Monbiot, en las distintas regiones y países del planeta se seguían dietas radicalmente distintas, conformadas por sistemas de agricultura discretos, así como por la historia y las tradiciones de cada población. Pero se ha producido un inmenso cambio cultural que ha conducido a lo que él denomina la “dieta estándar global”, rica en grasas y proteínas y muy dependiente de un pequeño número de megacosechas: trigo, arroz, maíz, azúcar y (con destino al pienso animal) soja: una población de ganado en crecimiento vertiginoso consume ahora la mitad de las calorías que produce la agricultura. 
En el relato de Monbiot, el alimento de esta dieta estándar global se produce en la “granja estándar global”. Desde su implantación pionera en Estados Unidos, el agronegocio ha impulsado una enorme concentración de producción de megacosechas, sobre todo en este país, pero también en Brasil, Canadá, Argentina o Francia, bajo la égida de un puñado de poderosas multinacionales que han doblegado a los productores más pequeños. 
Cuatro empresas, Cargill, Archer Daniels Midland, Bunge y Louis Dreyfus, controlan ahora el 90 % del comercio global de cereales; otras cuarto (Bayer, Corteva, ChemChina y BASF) ha acaparado dos tercios del mercado de productos químicos para la agricultura y ese mismo grupo posee más de la mitad de las semillas del mundo.

Cuatro empresas controlan el 90% del comercio mundial de cereales.

Vacas pastando en el área renaturalizada de Knepp (Reino Unido).Matt Ellery (CC BY-SA 2.0) via Flickr

Estas multinacionales han promovido una estandarización de las técnicas agrícolas, de las variedades de cosechas, de los productos químicos, de la maquinaria, etcétera, impulsada por la búsqueda de resultados. 
La consecuencia es que los sistemas nacionales de producción de alimentos se están volviendo menos modulares y más sensibles a los choques globales: enfermedades, sequías o inundaciones, cuyo impacto se magnifica por la especulación financiera o por los cuellos de botella de una frágil cadena de suministros. En opinión de Monbiot, un sistema complejo empieza a “parpadear” cuando se acerca a un punto de inflexión y eso es lo que está ocurriendo ahora con el sistema alimentario global. No sabemos muy bien dónde pueden radicar esos puntos de inflexión o qué combinación de choques podría desencadenar una ruptura, nos advierte Monbiot: “De alguna manera necesitamos no solamente reducir las presiones externas que pesan sobre el sistema, esto es, la crisis medioambiental y la demanda en aumento, sino cambiar el propio sistema”.

Los sistemas nacionales de producción de alimentos se están volviendo más sensibles a los choques globales

Entonces, ¿cómo podemos alimentar a la población mundial sin destruir el planeta? 

El libro traza un programa radical: Monbiot quiere que sustituyamos la cría de ganado por polvo proteínico compuesto por una bacteria fermentada que pueda sustituir la proteína y la grasa de las dietas humanas, concentrar la producción de alimentos restantes en enclaves de alto rendimiento y permitir que el resto de la tierra recupere su estado salvaje. Pero Monbiot es un periodista avezado y endulza la píldora con entretenidos relatos de experiencias. Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta comienza en la parcela que Monbiot tiene en Oxford, con una oda de cinco mil palabras a un terrón:

La tierra, que antaño entendíamos como una masa homogénea, se compone de estructuras dentro de estructuras. Lombrices, raíces y hongos crean terrones pegados con las fibras y los pegajosos elementos químicos que producen, llamados agregados. Dentro de estos agregados, los animales diminutos, como los ácaros y los colémbolos crean terrones aún más pequeños. Dentro de estos, las bacterias y sus depredadores microscópicos –criaturas que ni siquiera puedo ver con la ayuda de mi lupa, como tardígrados, ciliados y amebas– forman unos agregados aún más pequeños […]. Hemos tardado todo este tiempo en aprehender con propiedad que el sustrato del que dependen nuestras vidas es una estructura biológica.

La majestad inadvertida del suelo le inspira para “relatar una nueva historia, una regénesis, sobre lo que comemos y cómo lo cultivamos”.  Monbiot procede a detallar el enorme daño medioambiental que ha producido la agricultura. Empieza junto a su hogar, en su amado río Wye, que ahora se ha convertido en una “asquerosa alcantarilla” después de que se permitieran granjas aviares en su cuenca. Después se reúne con algunos granjeros innovadores: Iain Tolhurst, en South Oxfordshire, que ha desarrollado un modelo de cultivo de frutales y verduras sin productos químicos ni productos procedentes del ganado, que evita la reducción del rendimiento mediante un manejo minucioso de la tierra; Tim Ashton, de Shropshire, que emplea los métodos “sin arado” para cultivar cereal, los cuales reducen la destrucción del suelo; Ian Wilkinson, cuya granja agroecológica experimental en West Oxfordshire, FarmED, ha creado una “economía circular rentable”. A Monbiot le emociona especialmente el trabajo de The Land Institute de Kansas, que cultiva variedades perennes de cosechas anuales, que de otra manera deberían replantarse cada año, como un pariente del trigo llamado kernza. Cualquier reconfiguración del sistema alimentario debería tener en cuenta también las necesidades que debe cubrir. Monbiot traza un vívido retrato de un banco de alimentos cerca de su casa y de la lucha comunitaria contra la pobreza alimentaria, lo que le conduce a una reflexión sobre la relación existente entre la protección medioambiental y la justicia alimentaria. Las campañas por la soberanía alimentaria, concluye, deben reconocer la colisión entre la defensa del medio ambiente y la agricultura, así como el hecho de que la producción local de alimentos en un país como Gran Bretaña nunca podrá cubrir los requisitos alimentarios modernos.

Finalmente, Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta aborda el tema de las proteínas y las grasas. Mientras que los capítulos anteriores se centraban en los métodos agrícolas alternativos, este se titula “Farm Free” [Sin cultivo]. Monbiot viaja a Helsinki, donde se emociona con el trabajo de Pasi Vainikka, director ejecutivo de Solar Foods, que emplea un procedimiento que inició la nasa en la década de 1960 para producir proteínas mediante la “fermentación de precisión” de microorganismos, que se reproducen rápidamente en tanques sin necesidad de la luz del sol por lo que “por primera vez en la historia de la humanidad […] tendríamos una comida básica que no proceda de la fotosíntesis”. La poco prometedora papilla amarilla que se bate en los tanques de fermentación de Vainikka se seca para formar Solein, “una harina dorada que huele a huevos revueltos”. “Supone –declara con júbilo Monbiot– el principio del fin de la mayor parte de la agricultura”. Producir alimento de esta manera  –y explica que Solein es solamente una de las docenas de opciones y que la bacteria del suelo que se emplea aquí es tan solo una de las miles de candidatas– liberaría vastos terrenos de la agricultura, permitiendo la reversión al estado salvaje a una escala previamente inimaginable. Una revolución contraagrícola de este tipo sería inmensamente disruptiva; los gobiernos tendrían que apoyar a quienes necesitaran encontrar empleo en otras áreas, con suerte en las nuevas industrias, que tendrían mejores patronos que los de la industria cárnica. Pero el cambio marcaría una era: “A la era de la Extinción le sucedería la era del Regénesis”.

Para Monbiot, es necesario reconocer que la agricultura es la principal causa de la destrucción ecológica

Monbiot se ocupa de los obstáculos de diverso tipo que surgirán en el inicio de esta nueva era. Entre ellos se hallan las mistificaciones pastorales, tan imbricadas en la cultura occidental, el énfasis de la cultura gourmet contemporánea en la autenticidad, la incultura matemática de muchos activistas medioambientales y su insuficiente énfasis en el rendimiento. El nuevo movimiento tendrá que reconocer que la agricultura es la principal causa de la destrucción ecológica y juzgar cualquier sistema nuevo en virtud de tres criterios: 
¿produce más alimentos con menos cultivos?, 
¿quién los controla y posee?, 
¿los alimentos que produce son saludables, baratos y accesibles?.

En la estampa final, de nuevo en su parcela, golpeada por una helada intempestiva, Monbiot reflexiona sobre las frustraciones del activismo medioambiental: “Recogemos las pruebas, explicamos el problema, proponemos una solución y se nos recibe como al doctor Stockmann en la obra de Henrik Ibsen Un enemigo del pueblo: con ira, negación y deshonra”. Sin embargo, el éxito depende de que exista un movimiento preparado para el momento en el que se abra la posibilidad y su intuición es que, dado el alineamiento de las nuevas tecnologías, la fragilidad sistémica y el creciente desasosiego de la gente, “pronto nos encontraremos, creo, con un momento para que las condiciones cambien”.

Monbiot probablemente sea el periodista medioambiental británico más conocido. Netamente situado en la izquierda y partidario de la independencia escocesa, galesa y norirlandesa, ha mostrado su apoyo diversamente al Partido Verde, al Plaid Cymru, a los Liberal-Demócratas y al Partido Laborista de Corbyn. Estudiante de zoología en Oxford a principios de la década de 1980, empezó su carrera en la bbc, trabajando en la unidad de historia natural, y sus primeros libros –Poisoned Arrows (1989), Amazon Watershed (1991), No Man’s Land (1994)– eran relatos en primera persona de los abusos ecológicos y de los derechos humanos en Papúa Occidental, Brasil, Kenia y Tanzania. Columnista en The Guardian desde 1996, ha escrito extensamente sobre ecología, política y temas sociales y ha figurado en documentales y programas sobre temas de actualidad. Otros de sus libros destacados son Heat (2006), que versa sobre las soluciones a la crisis climática; Feral (2013), sobre la resilvestración, y Out of the Wreckage (2017), que defiende una “política de la pertenencia”. Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta, con su mezcla de historia, reportaje y activismo, con sus cambios de registros y énfasis, encaja perfectamente con su obra anterior. ¿Cómo deberíamos, pues, valorar este libro?

Monbiot tiene razón al argumentar que la “carnificación” de las dietas impulsa un ciclo destructivo.

Deberíamos empezar por agradecer la atención que el libro dedica a los efectos de la industria ganadera intensiva, detallando los problemas para deshacerse de los residuos, el abuso de los antibióticos, las enfermedades zoonóticas, la “expansión agrícola” masiva de los productos químicos y los monocultivos mecanizados de soja y maíz destinados a la alimentación de los animales confinados en macrogranjas. Monbiot tiene razón al argumentar que la “carnificación” de las dietas impulsa un ciclo destructivo. La carne, los lácteos y los huevos se vuelven relativamente baratos mediante la externalización de sus costes ecológicos; el aumento del consumo alimenta los beneficios que impulsan la expansión y la profundización del sistema. El libro contribuye también a fomentar la alianza de los movimientos climáticos con las luchas contra la destrucción ecosistémica. Aunque la biodiversidad y el calentamiento global fueron ambas convenciones fundacionales de la Cumbre de la Tierra de la onu celebrada en Río en 1992, las políticas sobre el clima hace tiempo que han dejado de lado la biodiversidad en parte debido a la necesidad de combatir el negacionismo bien financiado de las compañías de combustible fósil. Los académicos y activistas que se oponen a los procedimientos de la ganadería intensiva llevan tiempo argumentando que la transformación de la agricultura –actualmente gobernada por grandes empresas interconectadas que ejercen su control sobre los productos químicos y farmacéuticos, el comercio, las finanzas y, por encima de todo, sobre la genética de semillas y animales– es fundamental para resolver tanto la crisis climática como la ecosistémica. El libro de Monbiot se publica en un momento en el que las grandes corporaciones agrícolas, ellas mismas profundamente implicadas en las industrias de los combustibles fósiles, han empezado a aparecer, finalmente, en las reuniones internacionales sobre el clima y la biodiversidad. La oportunidad de la publicación de Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta resulta incrementada por la participación de Monbiot, junto con Extinction Rebellion, en la COP15 celebrada en Montreal, en un movimiento denominado Reboot Food, que apoya el programa descrito en el libro.

Como los anteriores libros de Monbiot, este se propone popularizar un tema complejo (en un momento, afirma, que ha leído tanto sobre la composición del suelo que podría haberse graduado, aunque tiene la sensación de que apenas ha empezado a arañar la superficie). Pero captar el cuadro completo de su razonamiento y de sus implicaciones sigue siendo, no obstante, un desafío. Hay temas importantes que no se abordan. ¿Cómo, por ejemplo, podrían responder las innovaciones de los diferentes granjeros que se describen en el libro a la llamada a la acción también contenida en el mismo? Monbiot no nos aclara cómo podría abastecer Tolhurst a una población más amplia que la de su vecindad, cómo podría acceder rápidamente a una tierra fértil y bien situada, ahora que está menguando, cómo podría competir con las ofertas del supermercado de productos exóticos y fuera de temporada, ni qué sucedería a quienes trabajan en esas explotaciones de Kenia, México y otros lugares, contratados para proporcionarlos. A la inversa, deduce que la granja de cereales mixtos de Wilkinson es “bella” pero “no correcta”, porque su rendimiento es insuficiente. Pero Monbiot no logra explicar cómo se mide ese rendimiento, ni tampoco cómo los cambios en las subvenciones y las políticas existentes, así como la contabilización de la totalidad de los costes o de las rentas garantizadas, podrían alterar los precios relativos y la asequibilidad.

En segundo plano afloran temas más generales. Un ejemplo al respecto es la cuestión del estiércol, ¿cómo se adaptaría un sistema de producción alimentaria a la erradicación de la ganadería? A pesar del tributo inicial a la tierra, el libro evita el tema de su renovación, respecto a la cual todos los ejemplos proporcionados por Monbiot, con la excepción de Tolhurst, se apoyan en una pequeña cantidad de animales domésticos, que van desde las gallinas que merodean y los peces que comen insectos hasta, dependiendo de la bioregión, animales de pasto de mayor tamaño; Monbiot no menciona el rebaño de bisontes nativos que vive en The Land Institute. Tiene razón al decir que, en manos de la agricultura industrial, el estiércol se ha convertido en un elemento contaminante, pero el estiércol procedente de animales sanos, locales, entre los que se puede potencialmente incluir a los seres humanos, es una cuestión diferente. Lo mismo puede decirse de las fuerzas estructurales e históricas más generales. Monbiot da por sentadas las subvenciones a los productos agrícolas y las instituciones que respaldan el complejo de macrogranjas y monocultivos que los alimentan; al igual que desdeña la geografía de la especialización y el comercio, tratándolas no como constructos políticos, sino como obstáculos inamovibles respecto a un sistema alimentario local, inclusivo y diverso.

Las dietas se han modificado varias veces, siempre en relación con los patrones cambiantes de las clases y de la acumulación de capital

El cambio en la dieta, incluyendo la carnificación y los alimentos ultraprocesados, se entendería mejor en el contexto de los regímenes alimentarios históricos. Las dietas se han modificado varias veces, siempre en relación con los patrones cambiantes de las clases y de la acumulación de capital. Monbiot tiene razón cuando dice que el complejo monocultivo-ganadero surgió en el seno de un régimen alimentario establecido por la hegemonía estadounidense de posguerra, pero el bloque social que la sustentaba se derivaba en realidad de una clase creada por el régimen anterior dominado por la Gran Bretaña imperial. Su agricultura hereda la lógica de los plantadores coloniales que crearon las plantaciones de azúcar en el Caribe, roturando las complejas selvas durante mucho tiempo moldeadas por los pueblos arahuacos e importando la caña de azúcar, una planta asiática, para que allí la cultivara y cosechara una mano de obra esclava. En su libro Changes in the Land (1983) William Cronon documentó cómo las ideas puritanas del jardín del Edén –un imaginario explícitamente invocado por el título del libro de Monbiot– distorsionaron las percepciones del lugar que los colonizadores llamaron Nueva Inglaterra. Percibieron a las tribus abenakis como primitivas en un paraíso en el que abundaba la caza mayor, los bosques proporcionaban muchos estupendos productos para comer y las tierras eran fértiles para el cultivo del maíz. El paraíso se deshizo cuando los colonos dividieron y vallaron la tierra, porque no entendieron que las poblaciones indígenas practicaban lo que hoy se llamaría agroforestería, atrayendo a los venados a lugares específicos.

Más hacia el oeste en la línea fronteriza, el Estado expansionista del siglo XIX y el capital ferroviario fueron incapaces de concebir las praderas americanas como unos enormes pastos para decenas de millones de bisontes moldeados por la población lakota, cuyas formas de vida estaban intrincadamente unidas a la multitud de plantas y animales de las llanuras. A partir de la década de 1870, los granjeros europeos que se asentaron en las praderas, ahora ya despejadas de su población nativa, de sus plantas y de sus animales, practicaron una agricultura de exportación basada en el cultivo de cereales y en el ganado bovino, que se convirtieron en nuevos productos naturales incorporados a la economía mundial. El régimen de monocultivo-ganadería del periodo de posguerra descrito por Monbiot se conformó mediante precios subvencionados para productos concretos, especialmente el maíz y la soja, cuyos campos crecieron a la par de las industrias de alimentación de ganado, sustituyendo a la paja y el heno como alimento para el ganado bovino, porcino y aviar ahora estabulado. Un resultado de ello fue la inmensa reducción de número de explotaciones agrícolas; los subsidios recompensaban la producción a gran escala de monocultivos, lo que impulsaba a los operadores de mayor tamaño a concentrar las granjas de sus vecinos. Las operaciones agrícolas ampliadas se convirtieron con el tiempo en oportunidades de inversión; los inversores, y no tanto los granjeros, se embolsaban los subsidios. Una de las hojas de la tijera eran las grandes empresas químicas y de maquinaria, que vendían los insumos necesarios para reemplazar la fertilidad y los controles naturales de plagas y enfermedades que se habían perdido con la consolidación de los monocultivos. La otra hoja comprendía a las gigantescas industrias de procesado alimentario que monopolizaban las compras.

El régimen alimentario ha ido de crisis en crisis desde la Cumbre Mundial del Hambre de 1974

El complejo ganadero apuntaló un enorme aumento del consumo de productos cárnicos y lácteos, a la vez que proporcionaba los insumos colaterales del maíz y la soja, que pasaron de las industrias de alimentación para el ganado a las industrias alimentarias capitalizadas. Las mercancías comestibles que proliferaron en las estanterías de los supermercados combinaban estos productos derivados con productos químicos hasta entonces no consumidos por los seres humanos y amablemente denominados “aditivos”. Los supermercados, a su vez, arrinconaron a las carnicerías, fruterías y panaderías locales, lo cual modificó las dietas. Se centraron no solamente en la carne y los lácteos, sino también en los nuevos alimentos ultraprocesados. Los ingredientes sustituibles se agruparon en categorías inventadas de “almidones”, “grasas” y “edulcorantes”; las etiquetas nutricionales detallaron las proteínas, las calorías, las vitaminas, etcétera en minúsculas etiquetas, mientras que los productos de la granja, como el brócoli, se convirtieron en añadidos que ahora figuraban en la cara visible del paquete para invocar el espíritu de las cocinas clásicas.

Un puñado de megacorporaciones y sus laboratorios estarán en disposición de controlar las nuevas fuentes de proteínas

Ahora se está produciendo un cambio ulterior, procedente de un régimen alimentario que ha ido de crisis en crisis desde la Cumbre Mundial del Hambre de 1974. Una y otra vez los capitales agroalimentarios fueron rescatados por los Estados más potentes, arrinconando a los países más débiles y vulnerables y a los movimientos sociales. El papel de los Estados y de las organizaciones supraestatales está en buena medida ausente en Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta, pero sería complicado exagerar el impacto sobre la agricultura mundial de los programas de ajuste estructural del fmi, que obligaban a los países endeudados a maximizar las cosechas para la exportación, incrementando así el precio de los ingredientes de las cocinas locales. Las dietas pobres y las inhumanas condiciones laborales trajeron la inseguridad alimentaria a las poblaciones locales y las hicieron vulnerables ante las enfermedades. Ahora las industrias de alimentos ultraprocesados dirigen la persistente lógica de la incorporación de nuevos productos a la economía mundial. A medida que los ingredientes se vuelven cada vez más sustituibles, el último producto agrícola incorporado a esta (después del tabaco, los cereales, el ganado, el maíz y la soja) es la plantación de palma. El aceite de palma, primero cultivado domésticamente en África Occidental, se trasplantó a Asia a partir de la década de 1990. Las pequeñas explotaciones africanas aún plantan la palma dentro de una matriz de bosques y campos y continúan usándolas para sus necesidades culinarias y culturales. Las plantaciones de palma de Malasia e Indonesia proveen aceites aún más baratos para los alimentos ultraprocesados, después de roturar bosques tropicales y acabar con los seres vivos que los habitan. Contratan como mano de obra a quienes históricamente conformaron estos hábitats específicos. Las plantaciones de palma ahora han regresado a África, donde amenazan la agroforestería tropical.

La falta de atención a las relaciones de poder es especialmente evidente en el planteamiento de Monbiot sobre las proteínas y las grasas, respecto a las que pide básicamente que los movimientos medioambientales se alineen detrás del subsector emergente del capital riesgo atento a la producción de proteínas de laboratorio. Festeja las posibilidades –“limitadas únicamente por nuestra imaginación”– sin comentar el cambio de la evolución de las formas de cocinar guiadas por la experiencia y el deseo a otras guiadas por el interés de grupos empresariales. E ignora al sector líder de las “alternativas a la carne” –la carne celular– con el desplazamiento de la tecnología, de la química a la genética. Todo ello se adecúa al desplazamiento de la fuerza impulsora del libro. La protección de los suelos del mundo acaba subsumida en el objetivo de abolir la industria cárnica y láctea; el veganismo, más que la preservación, se convierte en el motor de la argumentación. Detrás de Solar Foods, pronto se descubre un abanico vertiginoso de empresas recién creadas, de emisiones de acciones y de absorciones y adquisiciones de empresas públicas y privadas dedicadas al diseño genético y la manufactura de proteínas, entre ellas Bayer, dueña de Monsanto, y Exxon, que está investigando la fermentación microbiótica para fabricar biocombustibles. A este subsector le interesa trasladar sus tecnologías desde los márgenes al centro de los mercados alimentarios, lo cual tendrá como resultado que un puñado diferente de megacorporaciones y sus laboratorios estarán en disposición de controlar las nuevas fuentes de proteínas del mundo a partir de una base genética aún más endeble. Cuesta entender que un desarrollo así sea algo distinto de la extensión de la dieta estándar global.

Hoy la comida barata son las pastas precocinadas y las pizzas congeladas, mientras que los ricos comen productos frescos orgánicos

Lo que el concepto de Monbiot no tiene en cuenta es que, en realidad, se trata de una dieta de clase, lo cual no es nada nuevo. El azúcar colonial proporcionó consuelo a la población londinense empobrecida durante el siglo XVIII; Engels describía la dieta de la clase obrera de Manchester durante la década de 1840 como lo que quedaba en los mercados que la clientela con más dinero había frecuentado a primera hora del día. Mientras que antaño la gente pobre consumía menos carne y de peores cortes que la gente rica, hoy la comida barata son las pastas precocinadas y las pizzas congeladas, mientras que los ricos comen productos frescos orgánicos, cuyos elevados precios son el resultado de su existencia en los márgenes de la agricultura predominante liderada por las megacorporaciones agrícolas y ganaderas. Esta división dietética de clase solo puede agrandarse a medida que la producción alimentaria industrial desplace a los productos agrícolas. Monbiot tiene la esperanza de que pueda evitarse la conquista de este nuevo sector por parte de las grandes corporaciones, pero suena como un deseo ingenuo. No explica cómo podrían imponerse realmente leyes antimonopolio o límites a la propiedad intelectual. La ciencia ficción ya nos ha advertido de esta posibilidad futura. La película de 1973 Soylent Green (Cuando el futuro nos alcance) describe un futuro distópico –en 2022 ni más ni menos– en el que los habitantes de Nueva York ingieren únicamente galletas de soja y lentejas manufacturadas en una fábrica pantagruélica; no pueden ni imaginar el sabor de la carne o de las fresas, restringidas a una minúscula élite que puede permitirse sus precios exorbitantes.

Detrás de las causas de la soberanía alimentaria y la agroecología se halla quizás el movimiento social más importante del mundo

En Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta la democracia y el poder corporativo se relegan a un segundo plano. ¿Cómo explicar esto? Monbiot tiene un historial de posturas poco ortodoxas. Podríamos traer a colación su defensa de la energía nuclear: opuesto a ella en un primer momento, rompió con buena parte del activismo verde en 2011 por su apoyo a la misma. Igualmente resulta sorprendente que a diferencia de su entusiasmo por el subsector de la alimentación industrial “no cultivada en explotaciones agrícolas”, Monbiot descuide o rechace a quienes sería esperable que respaldara. Detrás de las causas de la soberanía alimentaria y la agroecología se halla el que probablemente sea el movimiento social más importante del mundo. Vía Campesina es una organización de pequeños agricultores fundada en 1992 para protestar contra la incursión de la Organización Mundial del Comercio en la agricultura, que defiende los derechos sociales y culturales al tiempo que la prosecución de objetivos medioambientales. Entre sus miembros se cuenta el Movimiento dos Trabalhadores Rurais Sem Terra brasileño, la Alianza por la Soberanía Alimentaria en África (AFSA) y muchos otros movimientos locales. Vía Campesina lucha para defender los paisajes bioculturales contra el capital extractivo y sus Estados cautivos. Los miembros de la AFSA han logrado promover leyes que combinan el derecho consuetudinario con la protección de los derechos de las mujeres, la infancia y la juventud. Organizaciones de pequeños agricultores como estas buscan defender las ecologías y las culturas de sus territorios amenazados por los poderes corporativos de la minería y la extracción de madera, así como por los monocultivos. Las personas que lideran estos movimientos, que defienden el agua y la tierra, son cada vez más víctimas de asesinatos.

Vía Campesina y sus aliados han logrado una serie de victorias ante la ONU y la FAO

En los últimos años, Vía Campesina y sus aliados han logrado una serie de victorias ante la ONU y la FAO en las que se han adoptado principios agroecológicos por diversos comités. El Grupo Forest Tenure Funders adjudicó 1.700 millones de dólares en la COP26 para apoyar los derechos de las poblaciones indígenas y la salvaguarda de los bosques. Ahora Francia está pidiendo el reconocimiento de las tierras renovadas mediante buenas prácticas agrícolas como sumideros de carbono y presiona a la Unión Europea para que apoye la agricultura saludable, incluyendo la agroecología. Naturalmente, siempre existe el peligro de la apropiación. “Smoke and Mirrors”, un informe del Panel de Expertos Independiente sobre Sistemas Alimentarios Sostenibles apunta que términos como “soluciones basadas en la naturaleza” y “sostenibilidad” están siendo utilizados para esquivar las críticas. Como sus aliados del sector de los combustibles fósiles, el capital agroalimentario se apropia rápidamente del lenguaje que lo critica. La industria pesticida, experta en propaganda, hoy se denomina CropLife.

Monbiot justifica su marginación de este movimiento global por sus bajos rendimientos. Quienes promueven la agroecología y la soberanía alimentaria, defiende, a menudo son “ciegos ante el rendimiento” y olvidan que “es imposible alimentar al mundo con una agroecología de bajo rendimiento”. Aquí y en otros textos, Monbiot se basa en una agronomía, cuyo compromiso con la modernización de la agricultura aplica criterios de eficacia estrechos, que favorecen las cosechas únicas en campos homogéneos, lo cual le lleva a cuantificar inadecuadamente buena parte de lo que es realmente importante para los sistemas naturales. Los criterios del “mayor rendimiento en la menor cantidad de tierra posible” se aplican únicamente en campos en los que se cultiva un único producto: el rendimiento es mucho más difícil de calcular en sistemas de cultivos mixtos, especialmente en los integrados en el seno de las dinámicas de ecosistemas específicos, ya sean bosques, marismas o praderas. Monbiot reconoce a medias que “a veces los rendimientos de la agroecología son mayores que los de la agricultura convencional”, si se tienen en cuenta la totalidad de los factores, y menciona de pasada los éxitos cosechados en la India y Malawi. Pero seguir este hilo socavaría sus prescripciones.

Las consecuencias ecológicas y para la salud de reemplazar las granjas mixtas por monocultivos están bien documentadas. Estas incluyen la pérdida de “servicios ecológicos” procedentes de los bosques talados y la desaparición de las cosechas que fijan el nitrógeno, del estiércol animal, de las plantas de hoja verde y de los insecticidas fabricados a base de plantas. Todos estos elementos son sustituidos por fertilizantes y pesticidas químicos, así como por maquinaria, como en el caso de los pozos que extraen agua del subsuelo para que las cosechas sean más fiables que si dependieran de la lluvia… hasta que esta se gasta. A ello se añade la contaminación que tan bien describe Monbiot. La gente desplazada por los monocultivos pierde acceso a los alimentos locales. En la India, la Revolución Verde, que fue el origen del argumento de la preservación de la tierra, que adoptan determinados conservacionistas incluyendo a Monbiot, hizo que las lentejas fueran más caras que el arroz y dejó a la gente sin proteína vegetal. También se les privó de verdura (redefinida como hierbas) y de los productos del bosque, que proporcionaban vitaminas, minerales, pienso para animales y medicinas tradicionales. El primer déficit nutricional del que se informó ampliamente después de la Revolución Verde fue el de vitamina A, que causa ceguera. Por supuesto, esto puede remediarse con suplementos: el capitalismo siempre vende soluciones para los problemas que crea. Sin darse cuenta, Regénesis: Alimentar al mundo sin devorar el planeta nos lleva de vuelta a la lógica del sistema agrícola global que buscaba subvertir.

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Este texto se publicó originalmente en New Left Review.

martes, 3 de enero de 2023

Saludable Año Nuevo 2023, memoria del blog año 2022, lo publicado en él durante el año ya pasado.

Aullidos de esperanza en estos días en que comienza un nuevo año.

¡A los que os tocó ser fuertes en 2022,

os deseamos que os toque ser felices en 2023!

 

¡¡¡FELIZ AÑO NUEVO 2023 Y SALUD!!!

Calle y Camino, Vitor Barrio Sierra



En el año 2021 fueron 168 fueron las publicaciones, noticias, eventos, comentarios, artículos... publicados en este blog "Redecilla, Calle y Camino"; y en el anterior 2020, año de la COVID-19, fueron 139 las publicadas.

Este año 2022 han sido 156 las que han subido al blog. 
Muchas de ellas además han sido replicadas en las redes sociales: 

Aquí el índice por meses de esas entradas al blog 2022. 
Con él nos podemos hacer una idea de cómo ha ido la vida, la imagen, la economía... de Redecilla del Camino, sus gentes y los contextos en los que se vive y se comparten. 
Ezcarro otoñal de los Montes de Ayago.


"Guía de adaptación al cambio climático para el Camino de Santiago Francés”, proyecto Fund.Sta. María La Real.

    Un estudio, realizado desde el área de Paisaje y Sostenibilidad de la Fundación Sta. María la Real, ha permitido definir y catalogar has...